domingo, 24 de mayo de 2015

La llegada del calvario. (I)

Aurora y Sebastián son una pareja que disfruta de las primeras horas del sol de septiembre. Habían tenido suerte. El tiempo había respetado sus cosechas y eran felices porque sabían que las cosas estaban yendo bien. Los arboles eran altos y sus hojas eran verdes. El brillo del paisaje parecía un fino velo que se posaba por los prados, arbustos, laderas e incluso el ganado. El valle estaba decorado con sombras de bastos bosques y su cielo estaba surcado por miles de aves que mordían las nubes ahora bañadas en magenta. 
Por las colinas se hacía notar el sonido de las campanas de la torre. Era la hora de ir a la iglesia. La única manera de reunirse con la gente del pueblo; ellos vivían bastante más arriba de sus vecinos y cada vez eran menos frecuentes sus reuniones. Entre charlas sobre el clima, sobre cómo iba la cosecha y sobre la familia, apareció un chico recién llegado. Era el nuevo cura. Tenía una maleta de piel que sujetaba con una mano mientras que con otra sujetaba el hábito. Era muy joven, tanto que su imagen tan atribulada hizo que todos se acercaran a él para ayudarle con su equipaje. Después se presentó, se disculpó por la tardanza y entró para tomar su sitio en la sacristía. 
- Oye, ¿y cómo es que ahora eres tú el nuevo cura? - dijo una de las señoras más entrometidas del pueblo. 
- Verás, me han destinado aquí para reemplazar al otro cura, me dijeron que él también quería cambiar de aires, yo no lo conocía. Es siempre bueno cambiar aún cuando estás a gusto. - Respondió con una sonrisa.
La señora, arropada por sus amigas, lo miró con prepotencia y con el gesto torcido le deseó suerte y con total soberbia de dio dos besos. Él, que ya se olía la situación, mantuvo la compostura en vez de contestar una grosería.
Mientras, Sebastián lo escuchaba todo desde la primera fila de bancos. Estaba desanimado por el comportamiento de sus vecinas; tampoco esperaba mucho más de ellas, se acercó a hablar con él. Quería animarlo  y conocerlo. Dijo que después de la eucaristía tenía que ir a casa del antiguo cura. Ahora iba a vivir allí, ayudar por el pueblo como él lo hacía y cuidar de sus animales.
Aurora después de aguantar el sermón en la última fila pensando en sus cosas salió para esperar a su marido y subir juntos a su cabaña. Otra semana que pasaba, ya llegará otra y volverán a volverse las caras en el momento del culto a los dioses.
Volvían y el sol estaba en todo lo alto. Era la una de la tarde y era hora de comer. El aroma de la montaña era extraño, algo fuera de lo común. Pero la pareja avanzaba por el sendero que estaba desgastado de tanto caminar. Sin zarzas, ni malas hierbas, solo tierra seca y pequeñas piedras; como una vida de calma.
Llegaron a su casa. La entrada estaba llena de hojarasca, una bandada de mariposas huyeron; habían llegado los inquilinos. Mientras Aurora entró en casa para colgar su chaquetón y Sebastián fue a controlar su parcela. Todos queremos admirar nuestra posesión, ver cómo se pudre y cómo intentamos evitarlo.


Ya entraba la noche cuando Daniel; el nuevo cura, subía la colina para quedar con Sebastián para hablar. Quería enseñarle un poco el pueblo y enseñarle los horarios para cuidar el ganado del que había quedado encargado. Él atendía y Sebastián hablaba con un chorro de voz que a veces se quebraba entre tantos recuerdos vividos entre montañas, nubes y animales. Se acercaba Aurora, ya estaba anocheciendo y la cena ya estaba lista; pero podía esperar. Las palabras, todo lo aprendido y lo transmisible mediante los sentimientos flotaba entre ellos. Los tres, machacados por la brisa y bañados por el sol, suspiraron relajados.
Entraba octubre, aún seguía el aura de calma sobre ellos. Bajaban al pueblo todos los domingos, Daniel subía cada vez menos días; se empezaba a manejar bien con sus tareas del ganado y su caserío. Parecía que todo se estaba poniendo en su sitio. Además en el pueblo empezaban las fiestas y el ambiente que se apreciaba desde la ventana amenizaba las tardes de la pareja; cada vez estaban más alejados de sus vecinos. Se estaban haciendo mayores.
Noche. Todo era oscuro. No había nada en el valle que iluminara más que un palmo por delante; pequeños candiles a la puerta de las casas y las cuadras. De la sombra y la pausa brotaron pasos acelerados, ramas que crujían y una respiración acelerada. Era Daniel, estaba picando la puerta.
- He oído ruidos raros en el corral y salí corriendo a ver qué pasaba. Ahora me faltan dos piezas; dos corderos. Ayúdame a buscarlos, Sebastián, tú conoces bien este terreno. - Rogó preocupado.
- Vale, dame un segundo. - Respondió con templanza aún siendo altas horas de la noche. - Coge la lámpara de la puerta de atrás y vamos a buscarlos
Caminaron durante horas por toda la montaña, el cansancio machacaba y el sudor, mezclado con el viento helado de la noche, se tornó frío. El ambiente era hostil. De entre la calma y la prudencia de la noche brotó un halcón de unos árboles. Revolvió las hojas, hizo que otras cayeran, el ruido fue estrepitoso y ambos se asustaron, vieron al halcón posarse majestuosos sobre una rama mientras era iluminado por la luna. Dibujó su figura unos instantes, los rayos de luz marcaron su plumaje y voló hacia la noche. Ellos se quedaron en tierra, estaban a punto de dejarlo, pero solo el pensamiento de no volver a ver a sus animales le dolía, así que instó a Sebastián a continuar un momento más. 
Aurora sintió la mano de la noche, la cama vacía y la ventana golpeando; la habían dejado abierta y no paraba de crujir. Se puso la bata; desvelada ya, y las zapatillas. Cogió la otra lamparilla del cuarto trasero y salió a la puerta de casa a buscar entre el monte alguna luz; algún rastro de ellos. Vio al halcón en lo alto del cielo, rodeando la luna, acariciándola. Qué calma.
Mientras, ellos veían como la vela de su lámpara se estaba acabando. El reflejo de la luz tenue denotó nada más que preocupación y cansancio. Se escuchaba algo a lo lejos, con un compas claro y constante. Cada vez más intenso. Antes de que pudieran taparse o escudarse un lobo saltó desde un pequeño muro de piedra tapado con unas zarzas. Se abalanzó  sobre Daniel, que en un intento de tratar de salvar la vida, agarró a Sebastián y ambos se despeñaron. La vela, apagada. La lámpara, rota. El lobo, asustado. Daniel, muerto. Sebastián, muerto.
El ruido recorrió el bosque, el lobo huyó con cristales de la lámpara clavados en la pata y Aurora sintió que algo había ocurrido. Ella salió corriendo hacia ellos. Tras recorrer miles de caminos a ciegas, sentir la humedad de los arboles, el ruido del arroyo que atravesaba el bosque, el roce de sus hojas, el olor de los frutos, el trasiego de animalillos nocturnos, llegó al precipicio desde donde cayeron ambos. Esos sensaciones no eran nuevas; ya las conocía, no conocía aún la angustia y la tensión; capaces de transformar todas esas sensaciones en una espera infernal. Ahí estaba todo: la lámpara rota, manchas de sangre y surco por donde habían caído los cuerpos de Daniel y Sebastián. Desde arriba pudo ver dos siluetas encajadas entre piedras y decidió bajar. Se agachó y bajó arrastrándose por toda la ladera. Brotaron lágrimas de sus ojos al divisar cada vez de forma más clara dos cuerpos. Al incorporarse; ya en el fin de la cuesta, corrió hacia ellos. Su sorpresa fue terrible, un cuerpo totalmente desfigurado y uno intacto. Daniel, que había sido atacado, tenía todo el rostro lleno de sangre y carne colgando y tenía dos grandes heridas, tanto del cuello como del pecho. Sebastián parecía una figura de cera. Su semblante era tranquilizador, su mirada era fija y su cuerpo tenía un brillo aterrador. Aurora lo agarró y lo intentó levantar. Pesaba mucho, realmente estaba muerto. ¿Por qué tenía ese color y ese aspecto? ¿Por qué tenía el cuerpo intacto? Los dejó allí para ir a su casa a por unas cuerdas y algo para transportarlos; no podía dejarlos mucho más tiempo allí. 
Agarró unas cuerdas, unas tablas de madera, unas tiras de tela, unos guantes y otra lámpara. No se demoró más y fue al encuentro de los cuerpos. Al regresar los cuerpos seguían ahí. El cadáver de Daniel era acosado por moscas y más insectos, el de Sebastián solo se dignaba a emitir luz. Aurora preparó el artilugio y empezó a mover los cuerpos. A mitad de trayecto el cuerpo de Sebastián se soltó, ella se dio cuenta de que ambos cadáveres estaban destrozados. Era mucho el recorrido por el que estaban siendo arrastrados. Sus espaldas estaban arañadas, llenas de cortes, con piedras clavadas y las ropas rasgadas. Aurora no podía más, estaba exhausta. Ver el cuerpo de su marido tirado en el suelo del valle donde creció; el suelo que con tanta energía piso, y ahora se lo estaba comiendo hizo que la pena se tornara furia. Volvió a colocar ambos cuerpos en el soporte y los llevó a casa entre gritos, lamentos y sudor. 
Desde el pueblo se divisaba unos puntos que alumbraban a su paso, que hacían ruido y recorrían toda la montaña.
Faltaba poco tiempo para ver salir el sol. Los rayos de otoño. Aurora metió ambos cuerpos en su casa y se derrumbó de cansancio y dolor. Los vecinos se despertaron y vieron que había un rastro de sangre que pintaba la montaña. Rápidamente se presentaron en casa de Sebastián y Aurora, llamaron a la puerta, la aporrearon, Aurora lloraba dentro, intentaron tirarla abajo, pero el alarido que emitió ella hizo ver a los vecinos que debían parar y dejarlo así.
Por la tarde las lágrimas de Aurora se habían secado y habían dejado huella en sus mejillas, sus ojos tenían las pestañas pegadas y un color rojizo; parecido al cielo de verano que bañaba las tardes de caricias con su marido que ahora brillaba en el suelo de la casa. Estaba sola y rota. Pasó todo el tiempo hasta el atardecer haciendo fosas para ambos. Cuando el sol se escondía y tuvo que ir a por la lámpara para seguir trabajando, volvió a ver las caras de ambos. La cara de Daniel estaba completamente desfigurada, ya había bichillos comiéndose su carne muerta, ya empezaba a oler la casa mal. Entretanto, tanto la cara como el cuerpo de Sebastián seguían brillantes; embalsamado, y sus heridas expulsaban flujos tan densos y nítidos que Aurora vio reflejada su cara ahí. Estaba mentalmente cansada y se fue a la cama. 

"El paisaje es admirable. Aunque cambia."
Parte II: por terminar


Zar Alberto