domingo, 26 de abril de 2015

XLV.

Las paredes arropaban, las cortinas hacían que la luz de la habitación sea cada vez más tenue y cálida. Las estanterías atestadas de polvo y fotos hacían ver que no había mucho movimiento en la casa. Y cierto era. Nuestro protagonista no se apartaba de su silla de escritorio; donde permanecía postrado escribiendo durante las largas horas de las tardes de noviembre.
Un péndulo marcaba los tiempos. En su cara se hacía notar el cansancio de la noche; la madrugada le cerraba los parpados y ya llevaba varios días despierto a esas horas.
Tomó otro trago de agua y le pegó otro bocado a la manzana. Miró al reloj. Al ver el último bamboleo del péndulo y su habitación reflejada en la esfera dorada, vio que ya había pasado un año. 'Otro', pensó. Eran las dos de la mañana del 27 de noviembre de 1996; el día de su cumpleaños. 
La noche era tranquila, por la ventana entraba algo de viento y el ruido de la ciudad. Se respiraba cierta paz. Las hojas pintadas de su regazo volaron de súbito. Sonaba el teléfono. Pasó tiempo hasta decidir ir a contestarlo. Incluso un minuto. Harto de que sonara ya esa irritante melodía; muy a su pesar, se levantó para ver cuál era el propósito de una llamada tan tardía. Al levantarse el polvo que aculaba en su ropa, en la silla y en las estanterías empezó a esparcirse por la habitación. Cuán bello espectáculo de dejadez y desorden; la elegancia del caos.
Las partículas de polvo recorrían la habitación dirigiéndose con él hasta el salón donde estaba el teléfono. La luz tenue de la noche perforando el apartamento, la fría brisa y una melodía que de tanto sonar era agradable, le hizo parar a observar el espectáculo. Tomó aire y contempló tranquilo el panorama; como si nada más pasara.
Habían pasado cinco minutos, pero el teléfono seguía sonando incesante. Enfadado lo descolgó y preguntó. '¿Quién es? ¿Quién narices molesta a estas horas?'. Sonó una voz rara que le inquietó y aunque pareciera muy tranquilo en su apartamento disfrutando de la madrugada y nada pareciera sacarlo de ahí, algo debió escuchar a través del teléfono que le hizo prepararse para bajar a la calle.
Vistió sus pies descalzos con unas alpargatas, se ató bien la bata y apuntó en un trozo de papel las indicaciones que le dio la sinuosa voz de la llamada. 
Bajó a la parada de autobús. Leyó con atención lo que tenía en la nota. 'Coger el autobús 5 a las 2:27'. Sorprendentemente pasaban más autobuses de los que él esperaba. Nunca había tenido la necesidad de coger uno tan tarde. Es más, el reflejo de los focos de los coches, los carteles luminosos, el bramar de los camiones y la actividad de la noche, hicieron de su espera algo incomodo y hostil. 
Vio llegar un autobús, pareciera ser de línea, pero venía pintado en otro color. Rehuyó entrar en el, pero una mirada del conductor lo suscitó a entrar. Justo cuando ya estaba dentro, cuando habían pasado tres minutos empezó a analizar lo ocurrido. Por qué no había meditado nada, por qué había subido, qué hacía ahí, adónde le iba a llevar. Pensó en bajarse cuando sonó una música que lo apaciguó. El autobús se detuvo. Él, ajeno a todo, siguió observando la ciudad desde el cristal. 
Llegó un momento en el que la música alcanzó un volumen insoportable. En cierto modo le encantaba, era una de sus canciones favoritas. Pero hubo un punto en el que se le hizo muy pesada la melodía. Al punto, se escuchó el llanto de un niño. La música paró y dejó un pitido en los oídos que difícilmente se iba a ir. Buscó con la mirada por todo el autobús el niño llorando pero no encontró nada. Solo vio dos hombres con gorro y una chaqueta. Los colores que les vestían estaban intercambiados; gris-rojo-blanco, por blanco-rojo-gris.
Tras observar a esos dos individuos, el nerviosismo aumentó, el llanto seguía golpeando con fuerza y el ambiente dentro del autobús se hacía más tenso. El vehículo entró en un túnel y todo se vistió de negro. Cuando las luces naranjas de la carretera golpean la escena pudo distinguir como, en la oscuridad, los dos extraños se intercambiaban los sitios de una manera ágil y rápida. Dejando estelas de luz y sus caras dibujadas por unos instantes en los destellos de luz; cosa que le incomodaba mucho. Se volvió a escuchar el llanto. El autobús salió del túnel. Incomprensiblemente todas las ventanas que antes eran cristales que daban a la ciudad, ahora era espejos. Al ver el reflejo de su cara machacada por la madrugada sin dormir y todo lo que estaba sucediendo, dio un grito de desesperación.
El niño dejó de llorar, aquellos hombres de sombrero y chaqueta amplia permanecieron impasibles en sus asientos y las luces blancas del autobús volvieron a brillar. Todo parecía volver a su estado natural. Pero él permanecía en un estado entre el sueño y el delirio. Con los ojos cerrados y fuertemente apretados; como si fuera un niño que no quiere ver más de lo que ha visto, con la barbilla en el pecho y las manos llenas de trocitos del papel que le hizo llegar hasta este autobús.
El tiempo se aceleró como si los segundos pasaran seis veces más rápido de lo normal. Lo que hizo que solo pudiera ver pequeñas imágenes que se difuminan y se perdían. Sin embargo los movimientos reales los dirigían los dos hombres de sombrero; después de haber caído rendido en el autobús, éste paró y ambos le cogieron y le bajaron del autobús.
Mientras que era arrastrado por unas calles a las afueras de la ciudad, el atosigante ritmo frenético de las luces y el ruido de los coches le despertaron y pudo ver dos grandes sombreros y una dualidad de colores; rojo-gris, que le recordaron al episodio del autobús y volvió a marearse.
Una nave industrial pintada de blanco y rojo fue lo primero que vio. Los dos hombres que lo llevaron hasta allí se apartaron de él. Se cayó y vio cómo ante él se abrieron dos portones. Tomó aire asustado, pero rápidamente los mismos hombres lo empujaron dentro de la nave.
Todo estaba bañado por la oscuridad. No se veía ni escuchaba nada. Él permaneció de pie, no sabía dónde se encontraba ni qué estaba pasando. No notaba ni frió ni calor, solo su latido acelerado. No se atrevía a mover un musculo y mucho menos a articular una palabra.
De repente se encendieron las luces. Sus ojos se cerraron de golpe y su corazón se aceleró más. Tras unos intentos de abrir los ojos, finalmente pudo ver lo que le rodeaba. Estaba en el centro de una inmensa habitación roja. En el centro había un libro colocado en un taburete; esto por contra era azul. El suelo y las paredes tenían un color fuerte y denso. Parecía un telón. No supo verificar de qué material estaba hecho -el suelo se le antojaba muy lejos-. A tientas avanzó. Con mucho cuidado, vigilando cada paso y todo lo que pasaba alrededor. La habitación continuaba igual y el libro estaba más cerca. Cuando estaba apunto de alcanzar el libro, las luces se apagaron. Su respiración se cortó. Una luz intermitente marcó el paso de rojo a verde. Con la luz verde y el miedo en el cuerpo avanzó hacía un foco que cubría una parte de la enorme sala de negro. A medida que se acercaba a la luz negra volvía a sonar el llanto de niño que tanto le molestaba en el autobús. No pudo soportarlo y cayó al suelo. Tocó el suelo y vio que estaba frío y era una superficie lisa. Aún no divisaba paredes, quedaban muy lejos; lo que le daba una sensación horrible de vulnerabilidad. La luz negra avanzaba otra vez, engullendo el verde de la habitación. Se quedó a oscuras. Completamente. Hasta su ser se había apagado. No podía pensar en nada. Todo lo que veía le dolía y se esfumaba. No podía avanzar, pues le causaba dolor. Y quedarse quieto no pareció una opción.
Empezó a andar para ver si la sala cambiaba de color alguna otra vez; odiaba no ver nada. A medida que avanzaba los colores cambiaban a mayor velocidad; y cada vez más llamativos. Realmente sentía miedo de todo lo que ocurría en esa sala, pero quería recorrer todo lo que pudiera. En un momento se vio despojado de su ropa, pero su enajenación era tal que ni eso le detuvo.

La luz volvió a apagarse. No sabía si era aleatorio o por diversión. Pero ahora oía pasos. Estaba incómodo. Los hombres del sombrero lo agarraron y lo sentaron. La habitación se tornó en una reunión. Todo oscilaba entre blanco y morado. Decenas de señores con gorros y batas debatían alrededor suyo. Él miraba a todos aterrizado y con una gran preocupación. No entendía nada. Lo ataron y lo inmovilizaron. Le colocaron una especie de casco de trapo que le cubría la cabeza y parte de la cara. Sintió frío y un dolor punzante que se clavaba en sus sienes. Al quitarle el casco y soltarlo, se tocó la cabeza en busca de sangre. Sus manos se cubrieron de sangre que no paraba de brotar, pero el dolor parecía algo interno. En los momentos en los que no cerraba los ojos como gesto de dolor, veía cómo se vaciaba la sala. Buscó la puerta por la que aquellos hombres salían. Tumbado y dolorido en el suelo; que ahora estaba decorado con puntos verdes y naranjas, esperó a que todo el mundo abandonara la sala para que le dejaran investigar. 
Marcó con un círculo sangre su posición y su camino con rayas. Empezó a caminar hacia la salida que divisó antes. La encontró, abrió la puerta y vio que daba a un pasillo blanco y estrecho; para dos personas como mucho.
Caminó por los pasillos, oía voces y las esquivaba, no quería que le vieran. Las luces y los focos le alteraban y más un continuo devenir de pitidos. Entró en un salón. Ahora todas las estancias parecían más tranquilas. No había nadie, pero el murmurar continuaba. Se apagaron las luces de nuevo. Ya se sentía ofendido por tanta interrupción. Despertó en un sillón de terciopelo morado y se le entregaron una chaqueta amplia y un sombrero. Con cara extraña lo miró y comprobó que eran las mismas prendas que las suyas. Le colocaron toda la ropa y la sala volvió a tornar su color. Un cuadrado naranja, un fondo verde y él en el centro. Comprendió que todo era por en su favor.
Como uno más caminaba por los angostos pasillos, disfrutando de la misteriosa atmósfera que se cernía sobre cada una de las habitaciones. Al llegar el día de la ceremonia oficial de su admisión -aún no sabe de qué- le dieron la oportunidad de pedir un deseo. Recordó que había pasado mucho tiempo allí. Su barba y su cabello era mucho más largo y denso y sus arrugas estaban más pronunciadas debido al estrés y el terror de haber estado tanto tiempo con incertidumbre. Él pidió oler una flor. Solo eso.
Pasó el mediodía intentando ver qué es a lo que había accedido. Se dio cuenta de que todo el dolor de cabeza y aquellos sonidos extraños habían sido asimilados. Como si se hubieran fundido entre la rutina y la monotonía de no oír ni siquiera un pájaro en todo el tiempo que llevaba ahí. Estaba atrapado entre paredes de vidrio que cambiaban de color y ahí vio que los que más tiempo llevaban allí; por su aspecto, se alimentaban a base del color que emitían la sala. Sus caras cambiaban de tonalidad y su gesto no paraba de cambiar; y eso le extrañaba mucho, aún no comprendía nada.
Al llegar la noche y la ceremonia, una habitación se dispuso de mesas colocadas en forma radial al foco de luz naranja. De súbito unos pasos hicieron que los huéspedes hicieran hueco a un hombre de sombrero que portaba con el una flor mustia en la mano. El gesto se le torció pero cuando olió la flor con detenimiento y los ojos cerrados para no observar sus podridas hojas, percibió que era un olor que le empapó hasta el punto de ser lo mejor que nunca había experimentado. Era la belleza de lo triste.
Cuando ya hubo cumplido su deseo se le hizo entrega de un mando con un pulsador. Él lo miró extrañado, tenía un cristal tapando el botón. 'Debes cumplir con tu deber y mantener el rito'. Nadie le dijo qué rito era.  Los días se sucedían y él campaba a sus anchas cómodo por las galerías de salas. Le parecía hasta bonito el continuo cambio de colores. Daban vida a esa cárcel sin ventanas. Tras haber pasado decenas de veces por un pasillo donde los colores habían cambiado se fijo de que una de las puerta no cambiaba nunca de color. Permanecía siempre amarilla; al contrario que las demás que se camuflaban perfectamente. La abrió y divisó una gran cantidad de filas llenas de operadoras de teléfono. En la pared estaba dibujado 'cuarenta y cinco' en números romanos. Escuchó una voz y se le paró el corazón. Era la misma voz, el mismo mensaje y el mismo tono que escuchó aquella noche del 27 de noviembre de 1996; el día de su cumpleaños. Fue corriendo donde él gritando. '¡Mira mi barba, mi angustia, mira mis ojos, mi sombrero! Es todo culpa tuya, ¿no?'. Una sonrisa burlona salió de aquel rostro anciano. Y su voz quebradiza respondió firme. 'Es causa del tiempo, no lo manejo yo'. Cerraron la puerta, colgaron sus atuendos y hablaron de la situación. El dolor que había sentido era la intromisión de un sabio en su cabeza. Te extraen tus pensamientos, los guardan para ellos y analizan los cada detalle, después te quedas vacío, te aclimatas aquí y continúas el rito. De su cara nació un sentimiento de preocupación terrible.
Salió de aquella habitación y vio a los sabios meditar, están analizando pensamientos. Algunos tenían suerte y lo que veían eran cosas bellas y agradables. Otros estaban sumidos en mentes asesinas llenas de imágenes que hacían al sabio retorcerse de sufrimiento y dolor ajeno. Fue en ese momento donde vio a uno de ellos desvanecerse ante él. Con sangre saliendo de sus oídos y el cuerpo agarrotado. Sintió un pánico tan extremo que no pudo ni ayudarlo, solo pudo sucumbir a la escena y caer desmayado.
El sonido de un autobús y un portón enorme hicieron que volviera a incorporarse, aunque fuera a duras penas. Mientras que todos los señores de sombrero lo rodeaban, él los miraba con cara de circunstancias. Se escuchaban gritos y lamentos en una de las salas. De repente, todos aquellos hombres corrieron había una habitación. A él también lo llevaron. Fue colocado en el centro. Y el sujeto que había entrado en aquella nave fue inmovilizado. Tal y como hicieron con él. Sintió terror. Miró a su alrededor. A todos los sabios que contemplaban el rito mesando sus barbas y acariciando sus cabellos con aires de grandeza y soberbia. Al ver el terror del sujeto atado. El pulso le tembló, pero no dudó en romper el cristal y apretar el botón.
Sintió un escalofrió helado. Se paró el tiempo. El escalofrío ascendió por todo el cuerpo hasta llegar a la sien. Miró el círculo de sangre que todavía permanecía ahí y su cabeza estalló. '¡Clap!'
Todos los señores de sombrero aplaudieron, el sujeto lloró; había sido salpicado por con sangre y trozos de cráneo. El clima de la sala era cuánto menos insólito. El llanto y el más espectacular frenesí. Rápidamente unos hombres terminaron el trabajo de nuestro protagonista. Colocaron en la sien del aquel sujeto el mismo mecanismo de rendición que le mató haciendo reventar su cabeza. Era otro más que entraba en el rito. ¿Lo haría continuar? ¿Sería capaz? Hay veces que se está destinado a algo y no sabes si estarás a la altura.

Zar Alberto

domingo, 19 de abril de 2015

Cadenas.

"Que se rompan las cadenas y se recojan del suelo con la mano firme. 
Que su oxido se alce hasta el punto de que reluzca haciendo visible la victoria. 
Que se rompan las cadenas y se sostengan rotas al viento con el puño cerrado.
Que rompan las cadenas quienes posean un pulso frío y un corazón de latido incesante.
Porque no puede haber cadena que frene su cuerpo.
Se ha de obrar justicia y sacar todo el odio que el roce del acero ha causado en el corazón.
Porque hay heridas que nunca se debieron abrir.
Y solo se curan con manchas de sangre sobre quienes crearon ampollas.
Porque las cadenas nos pesaron, no nos dejaron avanzar.
La rabia contenida hasta el momento de despojarnos nos llenó de dolor.
Que las caras de los despojados de la libertad se llenen de lagrimas. 
Que sientan ansiedad por no estar libres y no cesen en su intento.
No vale con tirar del acero.
No vale con tener las manos calientes e intentar moldearlo.
No vale con ensanchar el eslabón.
Porque solo se conseguirá que el que las puso vea que se van a romper. 
Y créeme que las apretará de nuevo.
Y con más fuerza.
Y habrá más heridas, más anhelo de libertad y más llanto.
La decisión tiene que ser meditada pero eficaz.


Las manos quedarán doloridas tras el trabajo.
Tras arrancar las propias habrás de ayudar al vecino.
En ese momento la justicia se expandirá como la niebla.
Las cadenas que estaban primero en las manos volarán.
Pero como mero signo de provocación y liberación.
Que al caer los ahora hombres libres las agiten.
Que sus sonidos despierten a todos.
Que un olor de óxido inunde a todos, incluso a quién las puso.
Que la agitación recorra por los cuerpos de los liberados.
Que el entusiasmo de divisar la libertad lleve al ataque.
Que sean los que forjaron las cadenas,
los que apretaron las cadenas, 
los que las sufran.
Que sus cuellos queden sonrosados.
Que sus pies acaben morados.
Que les salpique su actitud.
Que el corazón del saqueado sea quien vea a la victima postrada.
Porque hay que sentir para hacer sentir. 
Desde el odio hasta la alegría.
Y el odio que han sentido aquellos que llevaban las cadenas no se puede sepultar bajo tierra.
Se tiene que propagar. 
Y que los llantos que las cadenas llevan en cada palmo de acero lleve grabado la miseria del cuerpo atado.

El ruido de las cadenas me ha hecho levantar de mi cama en la madrugada para manchar con tinta mi cuaderno y escribir esto. 
Suena mi cadena; aunque es de seda, pero es cadena."

Zar Alberto (Febrero, 2015)