lunes, 9 de mayo de 2016

San Agustín.


Era por la mañana y parte de la familia ya estaba montando en el coche para volver a casa tras la misa; los otros estaban en casa. Era la misa de San Agustín, que se celebró más pronto que otros domingos, lo que permitió a la familia irse rápido para preparar la casa para la fiesta. Era un domingo grande para ellos.

El niño, que era el protagonista del día, estuvo esperando paciente a que sus padres dejaran de hablar con algunos vecinos mientras abrían las puertas del coche para que ventilara. Después, rogó a la madre que le dejase hacer lo que él más quería: volver a casa en el remolque del coche. 
El sol caía de pleno sobre el barrio e iluminó todos los edificios. Bajando la calle se veían los reflejos del mar poniendo fin a esa calle empinada de piedra. El niño rebotaba por los asientos del remolque entre carcajadas. Ni notaba el peligro ni lo conocía; tampoco tenía porqué, solo disfrutó de la llegada a casa, casi sin pensar que eso era lo que deseaba durante años.

Se habían planeado ya las tareas de cada uno y en cuanto el coche pasó la verja del jardín y tomó el paseo de piedra hasta llegar a la casa, los otros niños, que estaban en sus habitaciones tirados en las camas, bajaron rápidamente hacia la puerta. La madre dio cuatro órdenes y todos fueron a su puesto correspondiente. Mientras los dos hermanos mayores; de 14 y 15 años, se encargaban de dar de comer a las gallinas y recoger los huevos, los otros dos hermanos; de 12 y 7 años, cogían los cubiertos, los vasos y el mantel para ponerlos en la larga mesa de piedra del jardín que estaba limpiando el padre. 

Todo parecía ir rodado; las tareas estaban cubiertas. La madre estaba envolviendo los regalos cuidadosamente; casi en la clandestinidad. Se asomaba por una ventana del tercer piso para ver cómo un chico llevaba trozos de pan en la mano mientras otro se dirigía a la cocina para dejar los huevos que llevaba en una cesta y los más pequeños se pegaban por ver quién colocaba el tenedor de la manera más perfecta mientras el padre salía del cobertizo con dos jarras de vidrio por mano.

La madre había terminado con los regalos y los chicos en el jardín también. Ella estaba en aquel salón asomada por la ventana disfrutando del sol de aquel día que se filtraba por las ventanas de aquella enorme fachada blanca, aquel olor que venía del mar, aquel sonido de las palomas que volaban en bandadas por todo el barrio y los gritos de sus hijos que corrían a tirar de las orejas al chico del cumpleaños.

Por la carretera de su calle se veía cómo subía un coche a toda velocidad. La madre vio que eran los que faltaban en la fiesta, así que no dudó en bajar a toda prisa para llamar a su familia para recibirlos.

El coche subía por la empinada calle de piedra montando un gran escándalo por el vecindario. Era la familia de la madre, que venían en un coche enorme con los asientos llenos de gente y bártulos y una caja de cartón para unos patos, que se había roto por el camino. El tío, que era quien conducía, no paraba de tranquilizar a la familia en esa nube de plumas de pato. El ruido era terrible y también el olor. La escena era realmente chocante: mientras la tía se enfadaba cada vez más por el desastre que habían montado aquellos patos, dos niños reían cada vez más e incluso les tiraban pienso que había en un saco bajo sus pies y los abuelos querían reír, porque veían que aquellos chicos estaban pasándolo bien, pero no lo hacían porque oían los gritos histéricos de aquella mujer. 

El coche entró a la casa por un camino de piedra dejando un rastro de gritos y plumas de pato. La familia, que estaba en frente del coche, fue un reflejo de lo que pasó durante el viaje: los padres no podían dar crédito a lo ocurrido, mientras sus hijos se retorcían de la risa al ver bajar a su madre con todo el pelo alborotado y el vestido lleno de plumas.

- En buena hora paró mi marido para coger unos patos – dijo la tía de aquellos chicos a su madre.
- No se puede tener ni un detalle ya, mujer. Eran un regalo. Para que los tuvieran en el corral con las gallinas – Dijo su marido excusándose y mirando al padre de los chicos.
- Anda, anda, calla, que contenta, me tienes – Replicó su mujer bastante enfadada.
- No te apures, que no pasa nada, sacúdete y alegra esa cara – dijo la abuela quitando hierro al tema.

Los niños se encargaron de llevar a los patos al corral con las gallinas y los mayores se dirigieron a la mesa que ya estaba puesta para ir colocándose en sus sitios. Era la una del mediodía y la madre y la abuela estaban en la cocina preparando el menú para aquel día tan especial. 

Por la ventana de la cocina entraban del jardín unas voces que llamaban a ambas. Eran las de los niños, que querían que se acercasen a la mesa para reunirse y sacar una fotografía para recordar el día. Entre tanto la comida seguía en el fuego, y al volver vieron que el primer plato se quemó, así que preparar otra cosa rápida para no retrasar demasiado la hora de comer. La madre avisó su marido de lo ocurrido y éste mandó a un grupo de niños que fueran a la sala de estar para que cogieran del arcón una maleta de piel y al otro a cobertizo para coger unos cuantos globos y cintas para tenerlos entretenidos.

La maleta llegó hasta el jardín cogida por los chicos mayores y estos la abrieron con mucha precaución; cualquier cosa que esté guardada con tanta delicadeza merece ser cuidada. Sacaron unos extremos con enchufes y a estos le procedieron unas ristras de grandes bombillas de colores. Las encendieron y, aun habiendo claridad, los otros chicos y los adultos de la mesa se quedaron mirándolas pasmados. El padre les trajo una escalera para que las enroscaran en los troncos de las palmeras que bordeaban la mesa. Por su parte, los niños cubrieron de globos el suelo formando un manto de color y con cintas la puerta de la casa.

La hora de comer ya había llegado para la gente del barrio, los pisos que bordeaban aquella casa tenían sus ventanas abiertas y gente comiendo en sus balcones para aprovechar aquel día acompañados de la brisa del mar y las vueltas que daban las palomas entre los edificios buscando qué sé yo. Sin embargo, aquella familia, que estaba en el jardín lejano a cualquiera de aquellos pisos, aún esperaba su comida. 

Salieron la madre y la abuela por aquella puerta decorada con cintas con la comida que habían preparado rápidamente. Posaron en la mesa una fuente de gazpacho y de ensalada y volvieron a la cocina para traer una bandeja con bocartes. Así que, con todo listo, la fiesta podía ya comenzar.

Con las luces encendidas, con los globos decorando el suelo y con un olor que nada tenía que envidiar al de la comida del barrio, la gente que vivía en los pisos se agolpó en las ventanas; hacía mucho tiempo que no veían una fiesta tan grande en aquel jardín.

La familia iba comiendo y bebiendo lo que había en la mesa. Iluminados por aquellas bombillas, tapados por la sombra de las palmeras y acariciados por el viento cálido, comenzaron conversaciones que no tenían desde demasiado tiempo.

- Tenéis esto genial decorado, la comida está muy buena – dijo la tía.
- No me des las gracias a mí, el trabajo no es solo mío – aclaró la madre.
- Y qué, cómo es que casi no os vemos por casa – comentó el marido de la tía al padre de los niños.
- Ya sabes, hemos andado liados hasta ahora; casi sin descanso, y tenemos poco tiempo para nosotros – respondió el padre con un tono tranquilo.

Las preguntas se sucedieron y la conversación siguió entre una serie de ruegos por acercar el pan, el agua, el vino o ese cuchillo. Los niños acabaron rápido de comer, casi como si fuese una carrera. Entre ellos cruzaban las miradas y miraban los platos de cada primo y hermano convertido en ese momento en adversario. Acabaron, levantaros sus manos y la madre les dejó irse de la mesa a jugar; comprendiendo todos que esa mesa no era el lugar para los niños en ese momento.

Entonces, ellos fueron corriendo al jardín de atrás y se tiraron a la sombra de unos cuantos frutales para contemplar las nubes y el vuelo de las palomas. Los hermanos mayores, se levantaron al rato y se dirigieron al cobertizo sin que los pequeños se enterasen ellos -estaban cantando ya con los ojos cerrados-. Con la cabeza del revés y la mirada vuelta, vieron cómo se dirigían hacia ellos dos sombras enormes –para ellos- que con varias cosas en cada mano. 

Los mayores posaron todo lo que traían donde estaban todos: eran varias botellas, una caja de lata y una funda grande de tela. Los críos se extrañaron y se incorporaron para ver qué era lo que traían. Mientras uno se dirigía hacia el muro donde había un tablón donde poder posar esas botellas, el otro sacó de ese estuche de tela fina una carabina. 

La posó en el césped en medio de un círculo que se había creado en torno a ella. El mayor la cogió; ya la conocía, sabía cómo se usaba, había visto a su padre tirar con ella, sabía dónde se guardaba y cuál era su desviación. El otro hermano mayor le pidió a uno de los pequeños que le acercase la lata. Éste le fue pasando perdigones al hermano mayor, que estaba concentrado mirando fijamente aquellas botellas de cerveza con la etiqueta descolorida y gastada. 

Cargó, apuntó y disparó; tantas veces como botellas había. Miles de trozos de cristal volaron a la vez que el otro hermano iba yendo y viniendo al cobertizo con más botellas. Las caras de los niños eran como poemas: los pequeños estaban fascinados por aquel espectáculo, los mayores tenían la mirada del cazador; pausada y furiosa, y el chico del cumpleaños tenía los ojos clavados en las botellas.

Sus puños estaban cerrados, los dientes chocaban unos contra otros, la mirada era fija y la cara no tenía más que un gesto enorme de tensión. Le tocaba disparar en ese momento.

Él ya había visto disparar antes a sus hermanos, por lo que no hizo demasiado caso a lo que le iban diciendo mientras cargaba un perdigón. Le pusieron una botella roja en medio de la tabla para que apuntase al cuello.

Se apretó la escopeta contra hombro, fijo aquella botella en la mirilla, respiró hondo. Notó como en décimas de segundo su mano se posaba fría sobre la madera del arma, le corría una gota de sudor por la frente, sus ojos estaban quietos, el dedo estaba tembloroso en el gatillo y la botella se movía ligeramente con el viento cálido del fin del mediodía. 

Quiso decirle el vecindario con el sonido de su disparo que ya estaba preparado: que era mayor. Ni siquiera pensó en la sangre que podía derramar la pistola, ni el olor a muerto, ni la pólvora sobre las manos, ni el dolor de conciencia; solo pensó en las botellas que tenía en frente. Iba a soltar todo el aire, a cerrar los ojos, a disparar cuando…

- ¡A la mesa! – gritó la madre a los niños mientras se la veía encaminarse de nuevo al jardín de adelante.

Todo en el jardín de atrás se quedó parado por un instante. El éxtasis se rompió y reinó un silencio interrumpido por el vuelo de unos pájaros entre los arboles del jardín de atrás. Ellos acataron la orden y recogieron todo para ir cuanto antes a la mesa; metieron los perdigones en las latas, la escopeta en su funda y recogieron las botellas para dejarlo todo en el cobertizo del jardín. 

Estaban todos sentados ya en la mesa esperando a que saliese el padre con la tarta. Nieto y abuelo estaban sentados frente a frente, hoy era el cumpleaños de los dos; 13 por 83 años que cumplía el padre de su madre. Ambos compartían nombre; Agustín. Las miradas se cruzaron entre ellos, cuando sobre el barrio de quedó posada una densa nube que no dejó pasar apenas la luz del sol. Las caras de todos se iluminaron con la luz de aquellas bombillas que se enroscaban por las grandes palmeras. 

El tío aprovechó ese momento de fuga del sol para apagar todas aquellas luces y encender las velas de la tarta. Los del cumpleaños se juntaron y, con los ojos cerrados, apagaron las velas de un soplido. 

mismo momento pero distintos deseos.

La tía y el padre del niño fueron repartiendo trozos de una riquísima tarta de chocolate y nata a cada plato mientras los chicos jugaban entre ellos con las cucharas, el tío volvió a encender aquellas bonitas luces y la madre y la abuela salían de la casa con los regalos.

Se hicieron huecos en sus sitios de la mesa para poder abrir aquellas cajas envueltas con papel de colores. La familia estaba expectante y quería saber qué era lo que iba a recibir cada uno. La madre y el padre, que ya lo sabían, tenían una cara de gran satisfacción; ya que el día parecía estar saliendo de maravilla, y Agustín, el niño del cumpleaños, tenía la mirada perdida, como si siéguese recordando aquel momento en el que apuntaba a la botella roja.

Con tanta ansia como delicadeza abrieron los regalos. Parecía que la inquietud y la pasión no cambiasen con el paso de los años.
El niño fue desenvolviendo una caja en la que había una jaula dorada con un petirrojo posado sobre una de las barras.

- ¿Pero ha estado aquí todo este tiempo? ¿Tapado? – dijo el niño mirándole.
- Ahora tienes que cuidarle, cariño. No habrá visto el sol desde hace mucho y solo querrá cantar – contestó su abuela.

El chico miró el otro regalo que tenía en la mesa, mientras veía a sus hermanos observando al pájaro posado delante de un espejo de la jaula. Lo abrió con calma, ya no tenía ningún tipo de pensamiento extraño en la cabeza más que mañanas de calma en las que el pájaro cantaría y llenaría de aire y color su cuarto. 

Había una bolsita en el interior con tierra y semillas de níspero. Quizá no era el regalo que esperaba, quizá el quiso una pelota para jugar con el barrio, pero en el fondo supo que eso era más que un regalo.

En el jardín habían tenido plantado un níspero y en él siempre posaba una toalla en el césped para tumbarse por las tardes y jugar con unos camiones de madera que había encontrado en una caja que perteneció al padre guardada en el cobertizo. Pasaba mucho tiempo bajo él, tapado por sus hojas y fascinado por sus flores, pero nunca había sido capaz de comer un solo fruto. Cada vez que crecían los nísperos no estaba para verlos y estos se pudrían sin poder ser comidos. No le daba valor a aquella pérdida y nunca sintió necesidad por probarlos, pero cuando abrió esa bolsa y vio esas semillas supo que tenía que cuidar de ese árbol para que fuese capaz de conocer el valor de la paciencia y por fin comer aquella fruta.

El abuelo esperó a que el nieto abriese sus regalos para hacerlo él del todo, y cuando éste ya los posó en la mesa, las miradas de la mesa se dirigieron hacia él. Sus manos terminaron de rasgar el papel y se vio el regalo: era una caja de madera. Al abrirla, vio una cadena de oro con un colgante de chapa con el día de hoy y los nombres de sus padres e hijos.

Y cuando todo el mundo estaba aplaudiendo y abrazándole, le hizo un gesto a su mujer: quería que le pasase el bolso. Se lo acercaron y este sacó un sobre de papel grande. La familia se quedó algo confundida, y el hombre comenzó a hablar:

- Esto es para mi nieto Agustín – dijo con una gran cara de ilusión. 

Abrió él aquel sobre y sacó un disco de vinilo.

- Este disco me ha acompañado durante todos mis años de juventud. Lo conservo porque al ponerlo en marcha recuerdo las tardes como ésta y otras donde el calor más sofocante desaparecía con un baño en una playa de piedras lejana a todo -añadió con nostalgia.

Toda la gente de la mesa miró con fascinación ese vinilo y fue su hija quién sacó de casa el tocadiscos para poder escuchar su música. Entretanto, Agustín miraba las canciones que tenía escritas el estuche de cartón del disco y los chicos pequeños intentaban tocar al petirrojo entre los barrotes de la jaula.

En el barrio reinaba un silencio increíble. Eran las cinco, y quienes no aprovecharon la tarde para dormir, estaban en el balcón disfrutando del sol. Todo era paz, y lo único que lo alteró fue el ruido chirriante de ruedas del mueble del tocadiscos llegando al jardín. El abuelo se dispuso a poner el vinilo.


Unas palomas se posaron en el tejado de la casa para oír la música, los vecinos estaban apoyados sobre las barandillas del balcón y los alfeizares de la ventana; todas las miradas del barrio se dirigieron a aquel manto de globos de colores que era el jardín esperando que sonara otra música que no fuese la del megáfono del chatarrero.

El abuelo miró el tocadiscos y sujetó el vinilo con ambas manos. De repente todo se paró. Su mirada se fue al cielo en décimas de segundo y se quedó sin respiración; al igual que le ocurrió a su nieto cuando estuvo a punto disparar. Había muerto.

Sus puños se apretaron al instante e hicieron agujeros al vinilo por varios sitios y cayó al suelo fulminado. El silencio fue abrumador; nunca había pesado tanto. Todos callados, sin mover un músculo ni comprender nada; ni siquiera la pérdida.

Decidieron obviar eso que había ocurrido, la realidad era simplemente inabarcable.  No podían imaginarse tanta tragedia junta; para los nietos, los hijos, su mujer. El hombre tenía en el cuello la fecha de muerte, en su cara un gesto de terror y sus manos el disco que tantas alegrías le dio.

Fue su mujer quién le arrancó el vinilo de las manos y lo puso sin más contemplaciones en el tocadiscos. Esas canciones hicieron a la familia bailar y olvidarlo todo. No entendían ni comprendían nada, no sabían por qué ocurrió tan rápido –aunque quizá para él pasaron siglos desde que tomó por última vez aire hasta que su cuerpo tocó el suelo-. Los únicos momentos para pensar se limitaban a los agujeros que habían hecho las uñas del abuelo en el disco; era cuando la música dejaba de sonar unos instantes. Miraron al barrio que estaba consternado apoyado contra las ventanas y al pájaro, quien parecía no querer seguir escuchando la música, ellos se buscaban mirándose con caras de inocencia –tanto los más pequeños como los adultos-.

la infancia es inocencia y ésta no solo pertenece a los niños.

La música sonaba; eran las notas más bellas que jamás habían escuchado. El día era excelente y la pérdida enorme. El cuerpo había sido arrastrado hasta el cobertizo, donde cucarachas comenzaron a hacer casas en su cráneo. La realidad los atacó y reaccionaron como pudieron –fue horrible para los vecinos sentir como el olor a muerto era lo único que hubiese dejado huella de ese día-. Al llegar la noche, la fiesta terminó como estaba previsto. Todo se acabó y cada uno volvió a hacer su vida lejos de aquellas caras y cerca de las de siempre.

para qué servía recordarlo, quién iba a estar interesado, 
quién podría juzgarlo, qué se podría hacer. 
desde luego que nada, ni yo ni nadie.
es que somos nadie y lo que hagamos se quedará en nuestros recuerdos, que son nada.

San Agustín, 28 de Agosto de 1963.

Imágenes cedidas cordialmente por las cuentas de Instagram 'ojodecristo' y 'durnzno'.

Zar Alberto (aka Rocío Drevo)

domingo, 1 de noviembre de 2015

Planta -1.

Por los pasillos no se oía nada, no había llegado aún la noche. En una de las salas ya reinaba la oscuridad y las gotas que estaban en el techo ahora caían a un suelo del que no se distinguía nada. El salón estaba lleno; a rebosar, pero todos estaban en silencio. Fuera, donde una moqueta naranja con topos blancos cubría todo lo que uno puede ver, se distinguía una luz roja al final del pasillo; era el ascensor, venía desde varios pisos más abajo.

Y es que pongámonos en situación. Estamos en la primera planta subterránea de un lujoso piso que señala desde el mismo centro de la cuidad al cielo de una manera casi obscena. El edificio se dividía en dos, una gran torre utilizada como hotel para los grandes poderes que se pudieran costear una noche allí; ya sabéis, champagne, todo tipo de manjares, baños de espuma para relajarse de un cuanto menos arduo trabajo y, por qué no, las señoritas más lujosas de la cuidad. Sí, así era este edificio, una estructura de hierro y cortinas rojas que tapaban los secretos de los directores de la ciudad, eso sin contar con las incontables plantas bajas. Éstas fueron utilizadas en tiempo de guerra como zonas de estrategia militar, sala de reuniones y firmas de decretos entre los bandos beligerantes. Pero ahora eso ha cambiado, no así el hotel, que sigue estando como antes: misma clientela, mismo servicio, mismos lujos, mismos vicios y el mismo color intenso de unas cortinas que han tapado y han escondido más poder que cualquier documento firmado en sangre. La zona subterránea, lo que antes era el epicentro de la guerra, ahora son grandes salones de reuniones, despachos y amplísimos pasillos tapizados de terciopelo verde, morado, naranja y rosa. Ahora reina la paz. Aparentemente. Mientras que las primeras plantas de alquilan mediante un simple papeleo con el ayuntamiento, en las plantas más enterradas; hablamos de la 16, sigue habiendo vestigios de la guerra, como si en cualquier momento fuera a estallar o como si mientras desde allí se controlara a la gente con mensajes ocultos para que no estallase la guerra, el caso es que aún no se había esclarecido todo. Uno no debe fiarse de un sitio donde no corre aire. 

La habitación que estaba a oscuras estaba fuera de todo, como si pertenecieran a otra onda. Por ese pasillo correteaban, jugaban y armaban jaleo los niños de una familia holandesa hasta que un señor alto, con una gran barba y una cara serena salió de su habitación al grito de 'Silencio, tengo a mi mujer con dolor de cabeza y necesita descansar'. Los niños entraron rápidamente a su cuarto y cuando parecía que el pasillo había alcanzado la calma, todas las personas que estaban de paso por el corredor observaron cómo se distinguía saliendo del ascensor un gran tigre atado con una gruesa cuerda y dos caballeros hindús vestidos con sendos trajes rojos. En un momento ese tigre se deshizo en cinco mujeres pintadas en blanco y negro que formaban las partes del cuerpo y se dirigieron hacia la misma habitación, era el número estrella del espectáculo de aquellos hombres de la India. El pasillo quedó envuelto por la magia del momento y se tiñó todo con un sonido de fiesta que salía tímido de aquella habitación. ¿Quién sabía lo que estaría sucediendo allí? 

Lo que sí sabemos es lo que ocurría en el salón más secreto de la planta -1. La única luz que se respiraba era la que emanaba las alcantarillas de la cuidad. Hacía un buen día, cálido y soleado, se podía notar en lo costoso que resultaba respirar y por todas las partículas de polvo que eran atravesadas por la luz como si ésta tuviera un afiladísimo filo. Ese pequeño destello rompía en dos la habitación y daba algo de humanidad, era cierto que ahí fuera las cosas seguían marchando, aunque fuese de mala manera. La sala la moraban hombres y mujeres que ya lo tenían todo perdido, desde la mirada hasta las palabras. No se conocían y no se daban a conocer y nadie sabía de ellos, era como si entrar allí significase el fin de sus días rodeados de eso, oscuridad interrumpida por un pequeño brillo que recordaba lo que uno fue antes. 

Llegó el momento en el que la alcantarilla empezó a escupir aire frío y las luces que ahora entraban en la sala procedían de los coches y varios carteles luminosos. El ansiado momento, las horas habían pasado tan lentas como siempre, cayendo una sobre otra hasta alcanzar esto; la noche. Todos se intuyeron la posición y se dieron la mano con el compañero que más próximo tuvieran. Guardaron un minuto de calma total para escuchar cómo rugía desde aquella rendija la cuidad y, de repente, todas las gotas que habían estado cayendo durante todo ese tiempo lentamente por las paredes se organizaban en un hilo fino de agua que empapó a todo el mundo. Era su ritual, tenían que comenzar a danzar. 

Uno de aquellas personas puso en marcha un tocadiscos y otro se encargó de activar el mecanismo para que aquella habitación se convirtiera en una pompa de vapor de agua que se llevase por la alcantarilla todos los problemas de aquellas mujeres y hombres que rotos no sabía qué hacer más que bailar durante toda esa noche para tener todo el día siguiente como descanso.

Mientras esto sucedía en esa planta la gente era ajena a eso, menos se sabía en otros pasillos y mucho menos en la calle. Allí fuera nadie sabía nada. Los mismo poderes seguía entrando al hotel, los mismo manjares seguían entrando por la cocina. Todo era lujo hasta que un hombre con la cara desencajada, una camisa de flores y el pelo más que descuidado entró chancleteando por la recepción buscando a alguien que le dijera dónde se hospedaba el señor Álvarez. Y cuando después de varios empujones y zarandeos consiguió algo de información se dirigió como loco hasta su habitación, la 532. Corrió por todo el pasillo, tropezó con varios magnates y camareros y justamente antes de que uno de ellos cerrara la puerta de la 532, de una patada la abrió del todo e insultando e increpando fuertemente al señor Álvarez sacó con una mano un puñal mientras con la otra no paraba de señalarle y chafarle toda la suculenta comida que había traído el camarero hace unos instantes; quién salió corriendo según vio las intenciones del hombre de la camisa y los pelos alborotados. 

¿Que cuál era el foco de tan desaforada ira? Era un hombre curioso que transitaba la cuidad de noche sin el menor reparo para dejar de mirar la hora y fijarse en cosas que el ojo normal no puede ver. Fue entonces cuando observó cómo salía todo aquel vapor procedente de la habitación de la planta -1. Intrigadísimo por saber qué era lo que pasaba cruzó la carretera y se tumbó para ver de dónde venía todo aquello. Allí vio a un compañero suyo a quien ya creía extinto y borrado del mapa bailando como si estuviera flotando pero con los ojos vueltos, el agua rozando su cuello como una boa que quisiera asfixiarlo y su cabeza a mil kilómetros de allí. 'Pero quién narices ha permitido que esto suceda', se preguntó. Entonces henchido de rabia se encuentra donde ahora está; bajando con el señor Álvarez y a su putita a punta de puñal por el ascensor hasta la planta -1.

Aquella compañía de circo hindú volvía a dirigirse a la cuidad para conseguir algo más de dinero con su espectáculo; esta vez las mujeres marchaban formando una jirafa, habían llegado más familias extranjeras que buscaban un alojamiento cómodo; obviamente unas habitaciones subterráneas aunque de notable lujo habían de ser baratas. En medio del trasiego aparecieron envueltos en lágrimas los tres, el señor Álvarez y su putita por miedo y aquel hombre desquiciado por la misma furia, atravesaron el pasillo y se situaron delante de aquella puerta. Sí, era la puerta señalada, la habitación -29.

Solo quería que entrasen y que vieran lo que habían hecho. Era el señor Álvarez el hombre más poderoso de la cuidad, el que más control ejercía y el encargado del edificio, y esto lo sabía muy poca gente. El hombre de la cara desencajada solo quería eso, que sintiesen ellos mismos lo que habían hecho con su pésima gestión a gente como el amigo de aquel hombre que pareció tener un momento de lucidez.

Todos los hombres que se encargaban del bienestar del señor Álvarez enloquecieron tras ver su habitación no solo vacía, sino con señas claras de violencia. Esos seis hombres recorrieron pasillos, cuartos de baño, comedores, salones de juego y escaleras buscando su rastro, pero nada. Fue entonces cuando uno de ellos recibió una llamada, era él, dijo realmente irritado lo descontento que estaba por el hecho de que no le hubiesen protegido y les dijo que fueran a la planta -1 a sacarlo de allí; rápido. Salieron agolpados del ascensor y buscaron una posible puerta. Vieron al hombre de la camisa abriendo la puerta y sacando agarrados al señor Álvarez y a su putita, después les empujó hacia la pared donde quedaron sentados con los ojos enrojecidos y el cuerpo envuelto en una fina capa de agua heladora. La cabeza chocaba contra el terciopelo naranja que forraba todo el pasillo y la mirada, que parecían dirigirse hacia las piernas, estaba enfocada en el más profundo intento de poder digerir lo que había visto en esa sala. Jamás se había visto tanta inmundicia escondida, era duro haberlo sentido y ahora sus ojos envueltos en angustia lo acusaban, su cabeza quería no volver a recordarlo y sus manos aún tenían el tacto de aquella puerta que arañaros por querer salir antes de que les agarraran y les arrojaran hasta donde ahora estaban.

Los seis hombres vieron a su superior y se detuvieron en el pasillo. 'Eres tú quién ha hecho esto', dijo el hombre que recibió la llamada del señor Álvarez. 'No, fue él. Yo en ningún momento he perdido la humanidad', contestó y agarró de la corbata al señor Álvarez, luego sacó de nuevo el puñal para posarlo sobre el cuello del señor. La tensión era más que palpable en el pasillo; aquellos hombres ya estaban apuntando con su pistola. 

Dentro de la habitación -29, la gente seguía bailando empapados en agua ritmos desconocidos y justo ahora, en medio de la madrugada y lejos del conflicto del pasillo, comenzó a mezclase con el fino agua un humo que borró por completo la memoria y el momento se tornó más intenso, solo pocos consiguieron mantenerse en el trance. Todo aquel vapor empezó a viajar por el corredor donde se batían en duelo aquellos hombres y el señor del pelo alborotado por la vida del señor Álvarez; su putita seguía tirada en esa pared intentando asimilar lo que había en aquella habitación.  


El filo del puñal, una respiración entrecortada, las venas rozando con el hierro, una mirada de ira, los cañones de seis pistolas apuntando, una idea de venganza, una mirada perdida por ver un final más que cercano, una gota de sudor muy frío y, cómo no, un vapor que empezaba a calar ya en ellos. Cada vez se tensaba más la cuerda, ¿Cuándo estallará esto?

Sonaron seis tiros y dos cuerpos se desplomaron: el del hombre lleno de balazos y el del señor Álvarez, con el puñal clavado en la clavícula. Le sacaron de allí, a él y a su putita, y lo mandaron rápidamente a urgencias, mientras que aquel hombre con chanclas, tenía el torso cubierto de balas y sangre que se dejaban ver avanzando entre los botones desabrochados de su camisa.

La idea era clara, desalojar aquella habitación. Lo demás estaba bien, el hotel funcionaba como un reloj, los primeros cuatro pisos subterráneos daban buen servicio y resultado, y lo que es mejor, nadie sabía de la existencia de los despachos de las últimas plantas. Solo había que encargarse de los desarrapados de la planta -1.

El director del edificio y el gerente del hotel reunieron a una serie de psicólogos y fuerzas policiales para desalojar aquella habitación. La planta -1 volvió a convertirse en escenario de un espectáculo cuanto menos inusual. El director, el gerente y un número importante de hombre enfundados en robustos trajes negros con protecciones y pistolas a cada palmo. El señor Álvarez seguía ingresado en urgencias.

Entraron. La habitación tenía una opacidad solo interrumpida por el único resplandor de luz que entraba; lo que significaba que había llegado el sol de la mañana. Todos los que seguían con vida allí dentro pararon de bailar y su trance se acabó de igual manera que se vacía un árbol tras el ruido de la munición. Las gotas volvían a deslizarse lentas hasta el suelo de moqueta verde cubierto por decenas de cadáveres de aquellos que no resistieron el trance en pie y fueron pisados por aquella marea de mujeres y hombres buscando la redención en los rizos de un agua que aturdía y despojaba al ser del ser. El hedor era terrible y estos trataron de sacarlos uno a uno, eran inferiores en número y cuando el silencio se hizo y de éste brotaron lamentos, el miedo de aquellos hombres que traían la verdad camuflada con armas los transformaron en niños que acabaron en el suelo rodeados de cadáveres descomponiéndose.

Los hombres que moraban esa sala les cogieron de la mano, les separaron de allí; del suelo donde morían los que no aguantaban el ritmo, y les sentaron junto a ellos. Notaron la humedad, el mal olor, las ganas de buscar la luz para conseguir algo de cordura, pero sobre todo, el vacío y comenzaron a escuchar historias de todos los que estaban allí, cómo habían llegado, qué hacían y qué iban a hacer. 

El director, el gerente y los psicólogos quienes esperaban que saliesen tanto a unos como a otros continuaban sin saber qué estaba ocurriendo y porqué tardaban tanto.

La luz que entró dejó ver algún rostro cubierto de gotas y lagrimas, voces que rompían cualquier alma y conciencias que estaban a punto de despegarse como si ya sobrasen. Muchos de aquellos habitantes de la sala se mimetizaron con el suelo formando una nueva capa de cadáveres a modo de alfombra. Los hombres que entraron estaban en estado de shock sin poder razonar todo lo que veían y con la mirada desorbitada admitieron que haber entrado en esa sala había significado su fin; permanecerían allí para siempre, hasta que se juntaran con los cuerpos descompuestos del suelo.

Nadie pudo, nadie quiso, nadie sabía y nadie supo cómo desalojar esa habitación que había nacido de la guerra y acabaría con el final de la mayor guerra; la existencia humana.


Imagen cedida cordialmente por la cuenta de Instagram 'itssgk'.

Zar Alberto (Unión vaga de recuerdos)

viernes, 31 de julio de 2015

En el barrio.

El aula estaba plagado de moscas y estaba sintiendo como se posaba cada una en mi espalda mientras estaba girado escuchando lo que decía mi compañero. El ambiente era terrible. La luz era tan clara que asfixiaba y todo estaba completamente empapado de agua que habían usado los de la clase de química para sus experimentos. 

Las mesas; largas piezas de madera, eran testigo del agobio de cada uno de nosotros, los profesores miraban desde el pasillo con un gesto de no saber qué nos estaba pasando realmente. Dentro el ambiente era de crispación, aunque solo quedaban doce minutos para que sonara el timbre; los más angustiosos de mi vida. 

Las moscas fallecían encima de las mesas y en el suelo, tal vez no fuera agua. Mejor ni tocarlo, pensé. Por nuestras cabezas volaban con aires de auxilio las últimas que quedaban vivas, era realmente aterrador. El profesor, que estaba corrigiendo exámenes en silencio mientras nosotros teníamos tarea pendiente, no vio como decenas de moscas temerosas fueron a parar a él. En el momento en el que quiso darse cuenta de que tenía esos asquerosos bichos en sus gafas y en sus ojos. Sonó el timbre y toda la clase se vació. Nadie aguantaba más; ni siquiera las moscas. La rápida huida se convirtió en un desfile de bestias que chapoteaban y pisoteaban cadáveres de moscas para llegar a la salida en busca de una luz que no los cegase.

Fue horrible, pero ya estaba de vuelta a casa. Fui andando por la calle que conduce a mi barrio. Concentrado. Fijándome en cómo estaba la gente, quizá aquella clase fuera el reflejo de algo. No lo parecía.

De repente me crucé un autobús demasiado extraño para ser de aquí. Aquí las cosas tienen su aspecto y su forma; son cosas de aquí, del barrio. Era un autobús viejo, de un color verde pistacho muy feo, con dos bandas naranjas a los lados y con la carrocería muy desgastada. Me pareció, como si fuese una imagen fugaz, que no había conductor. Pero no, estaba agachado, ahí, olvidado y curiosamente conduciendo desde la derecha; en la parte trasera vi unas palabras que no entendía, y deduje que ese autobús era inglés.

¿Qué hacía un autobús de Inglaterra en el barrio? Curiosamente eso fue lo menos relevante. Su manera de conducir era tan busca como temeraria. Unas calles más adelante nos volvimos a encontrar; tomé un atajo entre edificios para verlo de cerca. El conductor miraba a la carretera desencantadamente y daba bandazos al volante. Por toda la calle iba dejando rastro de sus imprudencias. El autobús se movía de un lado a otro y cuando evitaba chocar con los coches aparcados en la acera sus ruedas chirriaban tanto que el tráfico se detuvo para ver qué hacía. 

Los niños dentro parecían calmados, viendo cómo la gente de la calle se echaba las manos a la cabeza y sintiendo cada giro. Parecía no importarlos, como si ya estuvieran acostumbrados a ello, como si de un paseo se tratase.

En un momento, un coche, que no parecía saber que había un temerario en la carretera, venía metiendo ruido por esa misma carretera. Ambos conductores iban adelantando a otros coches hasta que el ruido de uno alteró al del otro. Fue entonces cuando se vieron. Y yo, haciendo equilibrios en el bordillo de la acera, vi cómo el conductor del coche se quitó algo extraño de la cara y dio un volantazo para evitar un choque frontal contra el autobús. Finalmente, el coche se paró en la acera con un golpe que no pudo evitar en la parte de las luces. Los dos hombres que iban en el interior se miraron, sus caras mostraban la adrenalina del momento. El conductor se volvió a poner la careta; que era lo que llevaba antes mientras conducía, y le hizo gestos raros al copiloto para que se riera y hacer que olvidara por un momento la tensión del momento. 



Parecía que el episodio de la clase iba a ser lo más tranquilo del día. Algo pasaba en el barrio. Mientras tanto, los dos hombres salieron del coche y se fijaron que yo los contemplaba desde la lejanía. Aún así, vi que sus miradas se clavaban sobre mí y pude sentir cómo aquellos rostros quemados por el alcohol, el tabaco y una forma de vida demencial me examinaban. Venían a por mí. Y yo me encontré corriendo hacia mi casa. 

Mientras yo entraba aterrado ellos pararon a un vecino y haciendo gestos hacía mi casa e intimidando al señor preguntaban sobre ella. Yo no entré, quería escuchar desde la puerta qué decían. Uno no prestaba casi atención ni siquiera le hacía falta, solo su presencia servía para infundir miedo. El otro se frotaba las manos mientras el vecino hablaba y asentía a golpe de 'perfecto' mientras escuchaba todo lo que le decía. Yo continuaba aterrado, sabía que esos hombres iban a entrar a robar a mi casa, lo vi en sus intenciones que sus caras no podían camuflar. El vecino me buscó con la mirada, lanzó una gesto conciliador y yo me quedé más tranquilo. Solo era un niño de 14 años, necesitaba estar seguro y esos dos hombres no traían la seguridad marcada en su rostro.

Un olor fétido inundó la calle, al olor se le añadió ruido y al ruido se sumó el vibrar del asfalto sobre nuestros pies. Todos los del barrio salieron a la calle aterrorizados por lo que podía llegar. Los portales se abarrotaron, los balcones se llenaron de familias estresadas por aquella ruptura de la calma y el cielo era un circuito para las palomas que parecían no querer perderse cómo se había roto la rutina del bario. Todo se paró y se hizo el silencio. Por unos diez segundos el barrio esperó a ver qué era lo que subía por la calle principal. 

El delirio llegó cuando se vieron como unos perros enormes tiraban de un vehículo oxidado y sin ruedas. Aquellos perros se veían desde la acera como enormes fieras de pelo largo que rugían y emitían un olor sucio e intenso. Los vecinos se alarmaron más si cabe cuando vieron a los pilotos de aquel ruinoso coche; uno iba sentado con un casco y unas gafas y otro en el techo gritando y alentando a aquellos perros para que fueran más rápido. Mucha gente impresionada por aquel espectáculo, eclipsó el ruido de aquella mugrienta carroza transformando la calle en una danza de persianas que se cerraban para olvidar aquel horror.

Con la calle completamente vacía y todos los coches echados en los costados de la carretera, se sintió otro ruido que alertó a los perros e los hizo detener. Entonces la carroza paró y todo el barrio vio a aquellos dos energúmenos gritar a los perros que rugieron contra ellos al ver que se acercaba un coche deportivo.

El coche no redujo velocidad hasta que vio de pleno a los perros. Entonces el ruido del motor hizo que los perros se extrañaran y caminaran hacia el coche. Los dueños daban alaridos desde el vehículo pero los perros hacían caso omiso. El conductor del deportivo dio marcha atrás con cara de enfado y en un intento de continuar su marcha, éste atropelló a varios. Lo que alteró más si cabe a los hombres del vehículo que rápidamente tomaron las riendas de los perros que llenos de ira se prepararon para atacar al coche. 

Ambos individuos tomaron respectivas carrerillas y los vecinos íbamos a ser testigos de algo que no iba a salir para nada bien, pero quién se iba a poder entrometer cuando la ira ciega a la razón. Los motores rugieron, los perros ladraron ansiosos y todos los que contemplaban en la calle corrieron a ponerse a salvo.

Por un momento la carretera se tiñó con un humo azul oscuro y no se pudo contemplar nada del coche. Un frenazo, gritos de lamento y furia, sonidos metálicos, de cristales y de cadenas. La banda sonora del barrio. El humo dejó ver como el deportivo estaba destrozado enfrente del un edificio de donde salían una mujer y una niña acababan de instalarse en el barrio y estaban en su piso ajenas a todo el bullicio de fuera.

Todo el mundo se echó a la calle, para seguir el rastro del vehículo de los perros, que iba calle arriba desprendiendo humo azul sin que nada pudiera detenerle; ni siquiera el grupo de perros muertos en el atropello que llevaba arrastrando todo el camino.

La madre vio que el hombre inconsciente dentro de aquel deportivo era su marido y fue entonces cuando la niña se vio sola ante aquella tragedia y ante el barrio que observaba el rastro del accidente. Un vacío de luz cayó sobre ella. Notaba frío, la cálida tarde de mayo se fundió y ella solo quedaba terror y oscuridad. En el asiento del copiloto tenía su muñeca ahora rota y sintió como algo dentro de ella hubiera desaparecido.

Oía gritos y ruidos que le aturdían, pero ninguno eran los de la calle, ni siquiera los de su madre, que bañada en llanto la agarró y se abrazó a ella. La niña pensaba en las cosas de su nueva casa que le iba a enseñar a su muñeca ahora rota. 

Solo puedo decir con una voz llena de pánico: ¿Qué es esto? ¿Qué hemos hecho? ¿Dónde nos hemos metido? 
Su ilusión se acabó, llegó al barrio.

Zar Alberto (Sueño del viernes 31 de julio, 2015)

domingo, 24 de mayo de 2015

La llegada del calvario. (I)

Aurora y Sebastián son una pareja que disfruta de las primeras horas del sol de septiembre. Habían tenido suerte. El tiempo había respetado sus cosechas y eran felices porque sabían que las cosas estaban yendo bien. Los arboles eran altos y sus hojas eran verdes. El brillo del paisaje parecía un fino velo que se posaba por los prados, arbustos, laderas e incluso el ganado. El valle estaba decorado con sombras de bastos bosques y su cielo estaba surcado por miles de aves que mordían las nubes ahora bañadas en magenta. 
Por las colinas se hacía notar el sonido de las campanas de la torre. Era la hora de ir a la iglesia. La única manera de reunirse con la gente del pueblo; ellos vivían bastante más arriba de sus vecinos y cada vez eran menos frecuentes sus reuniones. Entre charlas sobre el clima, sobre cómo iba la cosecha y sobre la familia, apareció un chico recién llegado. Era el nuevo cura. Tenía una maleta de piel que sujetaba con una mano mientras que con otra sujetaba el hábito. Era muy joven, tanto que su imagen tan atribulada hizo que todos se acercaran a él para ayudarle con su equipaje. Después se presentó, se disculpó por la tardanza y entró para tomar su sitio en la sacristía. 
- Oye, ¿y cómo es que ahora eres tú el nuevo cura? - dijo una de las señoras más entrometidas del pueblo. 
- Verás, me han destinado aquí para reemplazar al otro cura, me dijeron que él también quería cambiar de aires, yo no lo conocía. Es siempre bueno cambiar aún cuando estás a gusto. - Respondió con una sonrisa.
La señora, arropada por sus amigas, lo miró con prepotencia y con el gesto torcido le deseó suerte y con total soberbia de dio dos besos. Él, que ya se olía la situación, mantuvo la compostura en vez de contestar una grosería.
Mientras, Sebastián lo escuchaba todo desde la primera fila de bancos. Estaba desanimado por el comportamiento de sus vecinas; tampoco esperaba mucho más de ellas, se acercó a hablar con él. Quería animarlo  y conocerlo. Dijo que después de la eucaristía tenía que ir a casa del antiguo cura. Ahora iba a vivir allí, ayudar por el pueblo como él lo hacía y cuidar de sus animales.
Aurora después de aguantar el sermón en la última fila pensando en sus cosas salió para esperar a su marido y subir juntos a su cabaña. Otra semana que pasaba, ya llegará otra y volverán a volverse las caras en el momento del culto a los dioses.
Volvían y el sol estaba en todo lo alto. Era la una de la tarde y era hora de comer. El aroma de la montaña era extraño, algo fuera de lo común. Pero la pareja avanzaba por el sendero que estaba desgastado de tanto caminar. Sin zarzas, ni malas hierbas, solo tierra seca y pequeñas piedras; como una vida de calma.
Llegaron a su casa. La entrada estaba llena de hojarasca, una bandada de mariposas huyeron; habían llegado los inquilinos. Mientras Aurora entró en casa para colgar su chaquetón y Sebastián fue a controlar su parcela. Todos queremos admirar nuestra posesión, ver cómo se pudre y cómo intentamos evitarlo.


Ya entraba la noche cuando Daniel; el nuevo cura, subía la colina para quedar con Sebastián para hablar. Quería enseñarle un poco el pueblo y enseñarle los horarios para cuidar el ganado del que había quedado encargado. Él atendía y Sebastián hablaba con un chorro de voz que a veces se quebraba entre tantos recuerdos vividos entre montañas, nubes y animales. Se acercaba Aurora, ya estaba anocheciendo y la cena ya estaba lista; pero podía esperar. Las palabras, todo lo aprendido y lo transmisible mediante los sentimientos flotaba entre ellos. Los tres, machacados por la brisa y bañados por el sol, suspiraron relajados.
Entraba octubre, aún seguía el aura de calma sobre ellos. Bajaban al pueblo todos los domingos, Daniel subía cada vez menos días; se empezaba a manejar bien con sus tareas del ganado y su caserío. Parecía que todo se estaba poniendo en su sitio. Además en el pueblo empezaban las fiestas y el ambiente que se apreciaba desde la ventana amenizaba las tardes de la pareja; cada vez estaban más alejados de sus vecinos. Se estaban haciendo mayores.
Noche. Todo era oscuro. No había nada en el valle que iluminara más que un palmo por delante; pequeños candiles a la puerta de las casas y las cuadras. De la sombra y la pausa brotaron pasos acelerados, ramas que crujían y una respiración acelerada. Era Daniel, estaba picando la puerta.
- He oído ruidos raros en el corral y salí corriendo a ver qué pasaba. Ahora me faltan dos piezas; dos corderos. Ayúdame a buscarlos, Sebastián, tú conoces bien este terreno. - Rogó preocupado.
- Vale, dame un segundo. - Respondió con templanza aún siendo altas horas de la noche. - Coge la lámpara de la puerta de atrás y vamos a buscarlos
Caminaron durante horas por toda la montaña, el cansancio machacaba y el sudor, mezclado con el viento helado de la noche, se tornó frío. El ambiente era hostil. De entre la calma y la prudencia de la noche brotó un halcón de unos árboles. Revolvió las hojas, hizo que otras cayeran, el ruido fue estrepitoso y ambos se asustaron, vieron al halcón posarse majestuosos sobre una rama mientras era iluminado por la luna. Dibujó su figura unos instantes, los rayos de luz marcaron su plumaje y voló hacia la noche. Ellos se quedaron en tierra, estaban a punto de dejarlo, pero solo el pensamiento de no volver a ver a sus animales le dolía, así que instó a Sebastián a continuar un momento más. 
Aurora sintió la mano de la noche, la cama vacía y la ventana golpeando; la habían dejado abierta y no paraba de crujir. Se puso la bata; desvelada ya, y las zapatillas. Cogió la otra lamparilla del cuarto trasero y salió a la puerta de casa a buscar entre el monte alguna luz; algún rastro de ellos. Vio al halcón en lo alto del cielo, rodeando la luna, acariciándola. Qué calma.
Mientras, ellos veían como la vela de su lámpara se estaba acabando. El reflejo de la luz tenue denotó nada más que preocupación y cansancio. Se escuchaba algo a lo lejos, con un compas claro y constante. Cada vez más intenso. Antes de que pudieran taparse o escudarse un lobo saltó desde un pequeño muro de piedra tapado con unas zarzas. Se abalanzó  sobre Daniel, que en un intento de tratar de salvar la vida, agarró a Sebastián y ambos se despeñaron. La vela, apagada. La lámpara, rota. El lobo, asustado. Daniel, muerto. Sebastián, muerto.
El ruido recorrió el bosque, el lobo huyó con cristales de la lámpara clavados en la pata y Aurora sintió que algo había ocurrido. Ella salió corriendo hacia ellos. Tras recorrer miles de caminos a ciegas, sentir la humedad de los arboles, el ruido del arroyo que atravesaba el bosque, el roce de sus hojas, el olor de los frutos, el trasiego de animalillos nocturnos, llegó al precipicio desde donde cayeron ambos. Esos sensaciones no eran nuevas; ya las conocía, no conocía aún la angustia y la tensión; capaces de transformar todas esas sensaciones en una espera infernal. Ahí estaba todo: la lámpara rota, manchas de sangre y surco por donde habían caído los cuerpos de Daniel y Sebastián. Desde arriba pudo ver dos siluetas encajadas entre piedras y decidió bajar. Se agachó y bajó arrastrándose por toda la ladera. Brotaron lágrimas de sus ojos al divisar cada vez de forma más clara dos cuerpos. Al incorporarse; ya en el fin de la cuesta, corrió hacia ellos. Su sorpresa fue terrible, un cuerpo totalmente desfigurado y uno intacto. Daniel, que había sido atacado, tenía todo el rostro lleno de sangre y carne colgando y tenía dos grandes heridas, tanto del cuello como del pecho. Sebastián parecía una figura de cera. Su semblante era tranquilizador, su mirada era fija y su cuerpo tenía un brillo aterrador. Aurora lo agarró y lo intentó levantar. Pesaba mucho, realmente estaba muerto. ¿Por qué tenía ese color y ese aspecto? ¿Por qué tenía el cuerpo intacto? Los dejó allí para ir a su casa a por unas cuerdas y algo para transportarlos; no podía dejarlos mucho más tiempo allí. 
Agarró unas cuerdas, unas tablas de madera, unas tiras de tela, unos guantes y otra lámpara. No se demoró más y fue al encuentro de los cuerpos. Al regresar los cuerpos seguían ahí. El cadáver de Daniel era acosado por moscas y más insectos, el de Sebastián solo se dignaba a emitir luz. Aurora preparó el artilugio y empezó a mover los cuerpos. A mitad de trayecto el cuerpo de Sebastián se soltó, ella se dio cuenta de que ambos cadáveres estaban destrozados. Era mucho el recorrido por el que estaban siendo arrastrados. Sus espaldas estaban arañadas, llenas de cortes, con piedras clavadas y las ropas rasgadas. Aurora no podía más, estaba exhausta. Ver el cuerpo de su marido tirado en el suelo del valle donde creció; el suelo que con tanta energía piso, y ahora se lo estaba comiendo hizo que la pena se tornara furia. Volvió a colocar ambos cuerpos en el soporte y los llevó a casa entre gritos, lamentos y sudor. 
Desde el pueblo se divisaba unos puntos que alumbraban a su paso, que hacían ruido y recorrían toda la montaña.
Faltaba poco tiempo para ver salir el sol. Los rayos de otoño. Aurora metió ambos cuerpos en su casa y se derrumbó de cansancio y dolor. Los vecinos se despertaron y vieron que había un rastro de sangre que pintaba la montaña. Rápidamente se presentaron en casa de Sebastián y Aurora, llamaron a la puerta, la aporrearon, Aurora lloraba dentro, intentaron tirarla abajo, pero el alarido que emitió ella hizo ver a los vecinos que debían parar y dejarlo así.
Por la tarde las lágrimas de Aurora se habían secado y habían dejado huella en sus mejillas, sus ojos tenían las pestañas pegadas y un color rojizo; parecido al cielo de verano que bañaba las tardes de caricias con su marido que ahora brillaba en el suelo de la casa. Estaba sola y rota. Pasó todo el tiempo hasta el atardecer haciendo fosas para ambos. Cuando el sol se escondía y tuvo que ir a por la lámpara para seguir trabajando, volvió a ver las caras de ambos. La cara de Daniel estaba completamente desfigurada, ya había bichillos comiéndose su carne muerta, ya empezaba a oler la casa mal. Entretanto, tanto la cara como el cuerpo de Sebastián seguían brillantes; embalsamado, y sus heridas expulsaban flujos tan densos y nítidos que Aurora vio reflejada su cara ahí. Estaba mentalmente cansada y se fue a la cama. 

"El paisaje es admirable. Aunque cambia."
Parte II: por terminar


Zar Alberto