lunes, 9 de mayo de 2016

San Agustín.


Era por la mañana y parte de la familia ya estaba montando en el coche para volver a casa tras la misa; los otros estaban en casa. Era la misa de San Agustín, que se celebró más pronto que otros domingos, lo que permitió a la familia irse rápido para preparar la casa para la fiesta. Era un domingo grande para ellos.

El niño, que era el protagonista del día, estuvo esperando paciente a que sus padres dejaran de hablar con algunos vecinos mientras abrían las puertas del coche para que ventilara. Después, rogó a la madre que le dejase hacer lo que él más quería: volver a casa en el remolque del coche. 
El sol caía de pleno sobre el barrio e iluminó todos los edificios. Bajando la calle se veían los reflejos del mar poniendo fin a esa calle empinada de piedra. El niño rebotaba por los asientos del remolque entre carcajadas. Ni notaba el peligro ni lo conocía; tampoco tenía porqué, solo disfrutó de la llegada a casa, casi sin pensar que eso era lo que deseaba durante años.

Se habían planeado ya las tareas de cada uno y en cuanto el coche pasó la verja del jardín y tomó el paseo de piedra hasta llegar a la casa, los otros niños, que estaban en sus habitaciones tirados en las camas, bajaron rápidamente hacia la puerta. La madre dio cuatro órdenes y todos fueron a su puesto correspondiente. Mientras los dos hermanos mayores; de 14 y 15 años, se encargaban de dar de comer a las gallinas y recoger los huevos, los otros dos hermanos; de 12 y 7 años, cogían los cubiertos, los vasos y el mantel para ponerlos en la larga mesa de piedra del jardín que estaba limpiando el padre. 

Todo parecía ir rodado; las tareas estaban cubiertas. La madre estaba envolviendo los regalos cuidadosamente; casi en la clandestinidad. Se asomaba por una ventana del tercer piso para ver cómo un chico llevaba trozos de pan en la mano mientras otro se dirigía a la cocina para dejar los huevos que llevaba en una cesta y los más pequeños se pegaban por ver quién colocaba el tenedor de la manera más perfecta mientras el padre salía del cobertizo con dos jarras de vidrio por mano.

La madre había terminado con los regalos y los chicos en el jardín también. Ella estaba en aquel salón asomada por la ventana disfrutando del sol de aquel día que se filtraba por las ventanas de aquella enorme fachada blanca, aquel olor que venía del mar, aquel sonido de las palomas que volaban en bandadas por todo el barrio y los gritos de sus hijos que corrían a tirar de las orejas al chico del cumpleaños.

Por la carretera de su calle se veía cómo subía un coche a toda velocidad. La madre vio que eran los que faltaban en la fiesta, así que no dudó en bajar a toda prisa para llamar a su familia para recibirlos.

El coche subía por la empinada calle de piedra montando un gran escándalo por el vecindario. Era la familia de la madre, que venían en un coche enorme con los asientos llenos de gente y bártulos y una caja de cartón para unos patos, que se había roto por el camino. El tío, que era quien conducía, no paraba de tranquilizar a la familia en esa nube de plumas de pato. El ruido era terrible y también el olor. La escena era realmente chocante: mientras la tía se enfadaba cada vez más por el desastre que habían montado aquellos patos, dos niños reían cada vez más e incluso les tiraban pienso que había en un saco bajo sus pies y los abuelos querían reír, porque veían que aquellos chicos estaban pasándolo bien, pero no lo hacían porque oían los gritos histéricos de aquella mujer. 

El coche entró a la casa por un camino de piedra dejando un rastro de gritos y plumas de pato. La familia, que estaba en frente del coche, fue un reflejo de lo que pasó durante el viaje: los padres no podían dar crédito a lo ocurrido, mientras sus hijos se retorcían de la risa al ver bajar a su madre con todo el pelo alborotado y el vestido lleno de plumas.

- En buena hora paró mi marido para coger unos patos – dijo la tía de aquellos chicos a su madre.
- No se puede tener ni un detalle ya, mujer. Eran un regalo. Para que los tuvieran en el corral con las gallinas – Dijo su marido excusándose y mirando al padre de los chicos.
- Anda, anda, calla, que contenta, me tienes – Replicó su mujer bastante enfadada.
- No te apures, que no pasa nada, sacúdete y alegra esa cara – dijo la abuela quitando hierro al tema.

Los niños se encargaron de llevar a los patos al corral con las gallinas y los mayores se dirigieron a la mesa que ya estaba puesta para ir colocándose en sus sitios. Era la una del mediodía y la madre y la abuela estaban en la cocina preparando el menú para aquel día tan especial. 

Por la ventana de la cocina entraban del jardín unas voces que llamaban a ambas. Eran las de los niños, que querían que se acercasen a la mesa para reunirse y sacar una fotografía para recordar el día. Entre tanto la comida seguía en el fuego, y al volver vieron que el primer plato se quemó, así que preparar otra cosa rápida para no retrasar demasiado la hora de comer. La madre avisó su marido de lo ocurrido y éste mandó a un grupo de niños que fueran a la sala de estar para que cogieran del arcón una maleta de piel y al otro a cobertizo para coger unos cuantos globos y cintas para tenerlos entretenidos.

La maleta llegó hasta el jardín cogida por los chicos mayores y estos la abrieron con mucha precaución; cualquier cosa que esté guardada con tanta delicadeza merece ser cuidada. Sacaron unos extremos con enchufes y a estos le procedieron unas ristras de grandes bombillas de colores. Las encendieron y, aun habiendo claridad, los otros chicos y los adultos de la mesa se quedaron mirándolas pasmados. El padre les trajo una escalera para que las enroscaran en los troncos de las palmeras que bordeaban la mesa. Por su parte, los niños cubrieron de globos el suelo formando un manto de color y con cintas la puerta de la casa.

La hora de comer ya había llegado para la gente del barrio, los pisos que bordeaban aquella casa tenían sus ventanas abiertas y gente comiendo en sus balcones para aprovechar aquel día acompañados de la brisa del mar y las vueltas que daban las palomas entre los edificios buscando qué sé yo. Sin embargo, aquella familia, que estaba en el jardín lejano a cualquiera de aquellos pisos, aún esperaba su comida. 

Salieron la madre y la abuela por aquella puerta decorada con cintas con la comida que habían preparado rápidamente. Posaron en la mesa una fuente de gazpacho y de ensalada y volvieron a la cocina para traer una bandeja con bocartes. Así que, con todo listo, la fiesta podía ya comenzar.

Con las luces encendidas, con los globos decorando el suelo y con un olor que nada tenía que envidiar al de la comida del barrio, la gente que vivía en los pisos se agolpó en las ventanas; hacía mucho tiempo que no veían una fiesta tan grande en aquel jardín.

La familia iba comiendo y bebiendo lo que había en la mesa. Iluminados por aquellas bombillas, tapados por la sombra de las palmeras y acariciados por el viento cálido, comenzaron conversaciones que no tenían desde demasiado tiempo.

- Tenéis esto genial decorado, la comida está muy buena – dijo la tía.
- No me des las gracias a mí, el trabajo no es solo mío – aclaró la madre.
- Y qué, cómo es que casi no os vemos por casa – comentó el marido de la tía al padre de los niños.
- Ya sabes, hemos andado liados hasta ahora; casi sin descanso, y tenemos poco tiempo para nosotros – respondió el padre con un tono tranquilo.

Las preguntas se sucedieron y la conversación siguió entre una serie de ruegos por acercar el pan, el agua, el vino o ese cuchillo. Los niños acabaron rápido de comer, casi como si fuese una carrera. Entre ellos cruzaban las miradas y miraban los platos de cada primo y hermano convertido en ese momento en adversario. Acabaron, levantaros sus manos y la madre les dejó irse de la mesa a jugar; comprendiendo todos que esa mesa no era el lugar para los niños en ese momento.

Entonces, ellos fueron corriendo al jardín de atrás y se tiraron a la sombra de unos cuantos frutales para contemplar las nubes y el vuelo de las palomas. Los hermanos mayores, se levantaron al rato y se dirigieron al cobertizo sin que los pequeños se enterasen ellos -estaban cantando ya con los ojos cerrados-. Con la cabeza del revés y la mirada vuelta, vieron cómo se dirigían hacia ellos dos sombras enormes –para ellos- que con varias cosas en cada mano. 

Los mayores posaron todo lo que traían donde estaban todos: eran varias botellas, una caja de lata y una funda grande de tela. Los críos se extrañaron y se incorporaron para ver qué era lo que traían. Mientras uno se dirigía hacia el muro donde había un tablón donde poder posar esas botellas, el otro sacó de ese estuche de tela fina una carabina. 

La posó en el césped en medio de un círculo que se había creado en torno a ella. El mayor la cogió; ya la conocía, sabía cómo se usaba, había visto a su padre tirar con ella, sabía dónde se guardaba y cuál era su desviación. El otro hermano mayor le pidió a uno de los pequeños que le acercase la lata. Éste le fue pasando perdigones al hermano mayor, que estaba concentrado mirando fijamente aquellas botellas de cerveza con la etiqueta descolorida y gastada. 

Cargó, apuntó y disparó; tantas veces como botellas había. Miles de trozos de cristal volaron a la vez que el otro hermano iba yendo y viniendo al cobertizo con más botellas. Las caras de los niños eran como poemas: los pequeños estaban fascinados por aquel espectáculo, los mayores tenían la mirada del cazador; pausada y furiosa, y el chico del cumpleaños tenía los ojos clavados en las botellas.

Sus puños estaban cerrados, los dientes chocaban unos contra otros, la mirada era fija y la cara no tenía más que un gesto enorme de tensión. Le tocaba disparar en ese momento.

Él ya había visto disparar antes a sus hermanos, por lo que no hizo demasiado caso a lo que le iban diciendo mientras cargaba un perdigón. Le pusieron una botella roja en medio de la tabla para que apuntase al cuello.

Se apretó la escopeta contra hombro, fijo aquella botella en la mirilla, respiró hondo. Notó como en décimas de segundo su mano se posaba fría sobre la madera del arma, le corría una gota de sudor por la frente, sus ojos estaban quietos, el dedo estaba tembloroso en el gatillo y la botella se movía ligeramente con el viento cálido del fin del mediodía. 

Quiso decirle el vecindario con el sonido de su disparo que ya estaba preparado: que era mayor. Ni siquiera pensó en la sangre que podía derramar la pistola, ni el olor a muerto, ni la pólvora sobre las manos, ni el dolor de conciencia; solo pensó en las botellas que tenía en frente. Iba a soltar todo el aire, a cerrar los ojos, a disparar cuando…

- ¡A la mesa! – gritó la madre a los niños mientras se la veía encaminarse de nuevo al jardín de adelante.

Todo en el jardín de atrás se quedó parado por un instante. El éxtasis se rompió y reinó un silencio interrumpido por el vuelo de unos pájaros entre los arboles del jardín de atrás. Ellos acataron la orden y recogieron todo para ir cuanto antes a la mesa; metieron los perdigones en las latas, la escopeta en su funda y recogieron las botellas para dejarlo todo en el cobertizo del jardín. 

Estaban todos sentados ya en la mesa esperando a que saliese el padre con la tarta. Nieto y abuelo estaban sentados frente a frente, hoy era el cumpleaños de los dos; 13 por 83 años que cumplía el padre de su madre. Ambos compartían nombre; Agustín. Las miradas se cruzaron entre ellos, cuando sobre el barrio de quedó posada una densa nube que no dejó pasar apenas la luz del sol. Las caras de todos se iluminaron con la luz de aquellas bombillas que se enroscaban por las grandes palmeras. 

El tío aprovechó ese momento de fuga del sol para apagar todas aquellas luces y encender las velas de la tarta. Los del cumpleaños se juntaron y, con los ojos cerrados, apagaron las velas de un soplido. 

mismo momento pero distintos deseos.

La tía y el padre del niño fueron repartiendo trozos de una riquísima tarta de chocolate y nata a cada plato mientras los chicos jugaban entre ellos con las cucharas, el tío volvió a encender aquellas bonitas luces y la madre y la abuela salían de la casa con los regalos.

Se hicieron huecos en sus sitios de la mesa para poder abrir aquellas cajas envueltas con papel de colores. La familia estaba expectante y quería saber qué era lo que iba a recibir cada uno. La madre y el padre, que ya lo sabían, tenían una cara de gran satisfacción; ya que el día parecía estar saliendo de maravilla, y Agustín, el niño del cumpleaños, tenía la mirada perdida, como si siéguese recordando aquel momento en el que apuntaba a la botella roja.

Con tanta ansia como delicadeza abrieron los regalos. Parecía que la inquietud y la pasión no cambiasen con el paso de los años.
El niño fue desenvolviendo una caja en la que había una jaula dorada con un petirrojo posado sobre una de las barras.

- ¿Pero ha estado aquí todo este tiempo? ¿Tapado? – dijo el niño mirándole.
- Ahora tienes que cuidarle, cariño. No habrá visto el sol desde hace mucho y solo querrá cantar – contestó su abuela.

El chico miró el otro regalo que tenía en la mesa, mientras veía a sus hermanos observando al pájaro posado delante de un espejo de la jaula. Lo abrió con calma, ya no tenía ningún tipo de pensamiento extraño en la cabeza más que mañanas de calma en las que el pájaro cantaría y llenaría de aire y color su cuarto. 

Había una bolsita en el interior con tierra y semillas de níspero. Quizá no era el regalo que esperaba, quizá el quiso una pelota para jugar con el barrio, pero en el fondo supo que eso era más que un regalo.

En el jardín habían tenido plantado un níspero y en él siempre posaba una toalla en el césped para tumbarse por las tardes y jugar con unos camiones de madera que había encontrado en una caja que perteneció al padre guardada en el cobertizo. Pasaba mucho tiempo bajo él, tapado por sus hojas y fascinado por sus flores, pero nunca había sido capaz de comer un solo fruto. Cada vez que crecían los nísperos no estaba para verlos y estos se pudrían sin poder ser comidos. No le daba valor a aquella pérdida y nunca sintió necesidad por probarlos, pero cuando abrió esa bolsa y vio esas semillas supo que tenía que cuidar de ese árbol para que fuese capaz de conocer el valor de la paciencia y por fin comer aquella fruta.

El abuelo esperó a que el nieto abriese sus regalos para hacerlo él del todo, y cuando éste ya los posó en la mesa, las miradas de la mesa se dirigieron hacia él. Sus manos terminaron de rasgar el papel y se vio el regalo: era una caja de madera. Al abrirla, vio una cadena de oro con un colgante de chapa con el día de hoy y los nombres de sus padres e hijos.

Y cuando todo el mundo estaba aplaudiendo y abrazándole, le hizo un gesto a su mujer: quería que le pasase el bolso. Se lo acercaron y este sacó un sobre de papel grande. La familia se quedó algo confundida, y el hombre comenzó a hablar:

- Esto es para mi nieto Agustín – dijo con una gran cara de ilusión. 

Abrió él aquel sobre y sacó un disco de vinilo.

- Este disco me ha acompañado durante todos mis años de juventud. Lo conservo porque al ponerlo en marcha recuerdo las tardes como ésta y otras donde el calor más sofocante desaparecía con un baño en una playa de piedras lejana a todo -añadió con nostalgia.

Toda la gente de la mesa miró con fascinación ese vinilo y fue su hija quién sacó de casa el tocadiscos para poder escuchar su música. Entretanto, Agustín miraba las canciones que tenía escritas el estuche de cartón del disco y los chicos pequeños intentaban tocar al petirrojo entre los barrotes de la jaula.

En el barrio reinaba un silencio increíble. Eran las cinco, y quienes no aprovecharon la tarde para dormir, estaban en el balcón disfrutando del sol. Todo era paz, y lo único que lo alteró fue el ruido chirriante de ruedas del mueble del tocadiscos llegando al jardín. El abuelo se dispuso a poner el vinilo.


Unas palomas se posaron en el tejado de la casa para oír la música, los vecinos estaban apoyados sobre las barandillas del balcón y los alfeizares de la ventana; todas las miradas del barrio se dirigieron a aquel manto de globos de colores que era el jardín esperando que sonara otra música que no fuese la del megáfono del chatarrero.

El abuelo miró el tocadiscos y sujetó el vinilo con ambas manos. De repente todo se paró. Su mirada se fue al cielo en décimas de segundo y se quedó sin respiración; al igual que le ocurrió a su nieto cuando estuvo a punto disparar. Había muerto.

Sus puños se apretaron al instante e hicieron agujeros al vinilo por varios sitios y cayó al suelo fulminado. El silencio fue abrumador; nunca había pesado tanto. Todos callados, sin mover un músculo ni comprender nada; ni siquiera la pérdida.

Decidieron obviar eso que había ocurrido, la realidad era simplemente inabarcable.  No podían imaginarse tanta tragedia junta; para los nietos, los hijos, su mujer. El hombre tenía en el cuello la fecha de muerte, en su cara un gesto de terror y sus manos el disco que tantas alegrías le dio.

Fue su mujer quién le arrancó el vinilo de las manos y lo puso sin más contemplaciones en el tocadiscos. Esas canciones hicieron a la familia bailar y olvidarlo todo. No entendían ni comprendían nada, no sabían por qué ocurrió tan rápido –aunque quizá para él pasaron siglos desde que tomó por última vez aire hasta que su cuerpo tocó el suelo-. Los únicos momentos para pensar se limitaban a los agujeros que habían hecho las uñas del abuelo en el disco; era cuando la música dejaba de sonar unos instantes. Miraron al barrio que estaba consternado apoyado contra las ventanas y al pájaro, quien parecía no querer seguir escuchando la música, ellos se buscaban mirándose con caras de inocencia –tanto los más pequeños como los adultos-.

la infancia es inocencia y ésta no solo pertenece a los niños.

La música sonaba; eran las notas más bellas que jamás habían escuchado. El día era excelente y la pérdida enorme. El cuerpo había sido arrastrado hasta el cobertizo, donde cucarachas comenzaron a hacer casas en su cráneo. La realidad los atacó y reaccionaron como pudieron –fue horrible para los vecinos sentir como el olor a muerto era lo único que hubiese dejado huella de ese día-. Al llegar la noche, la fiesta terminó como estaba previsto. Todo se acabó y cada uno volvió a hacer su vida lejos de aquellas caras y cerca de las de siempre.

para qué servía recordarlo, quién iba a estar interesado, 
quién podría juzgarlo, qué se podría hacer. 
desde luego que nada, ni yo ni nadie.
es que somos nadie y lo que hagamos se quedará en nuestros recuerdos, que son nada.

San Agustín, 28 de Agosto de 1963.

Imágenes cedidas cordialmente por las cuentas de Instagram 'ojodecristo' y 'durnzno'.

Zar Alberto (aka Rocío Drevo)