martes, 31 de marzo de 2015

Radiactiva Tristeza.

Desde la Bulgaria más fría y dura nuestro compañero Gavrail veía como uno de los vecinos de su bloque de edificios quitaba la nieve para permitir que toda su familia trajera a casa la compra y a su enferma abuela que volvía de buscar asilo en Razgrad -la capital-.
Sus padres no estaban, marcharon con su hermano para reunirse con su tutor; al parecer era un chico con unas capacidades muy notables, se estaban planteando cambiarle de centro -a uno de esos de educación especial para jóvenes que sirvan en las expediciones interestelares soviéticas-. Realmente Aleksandar estaba interesado y entusiasmado.
Mientras él estaba en su jrushchovka castigando el frió con los textos que su amigo de Rumanía le dejó cuando se mudó con toda su familia a aquella ciudad del norte de uno de los parajes más desolados que ha tenido el placer de conocer. Pasó las primeras horas del día con Kafka, Nietzsche y Kant. Cada página que leía le hacía recordar todas aquellas historias que le contaba Petre a las orillas del Danubio. En aquellos días azotaban las tardes de sol y de amigos las malas rachas de hambre y dolor, más ahora en un edificio en el cual no había vía de escape más que lectura y onirismo no había nada con lo que azotar el hastío del frío y la soledad.

domingo, 22 de marzo de 2015

Hogar sin paredes. (III)

Todas las hojas que antes bailaban en el techo del bosque cayeron. Yo estaba completamente cubierto de hojas, aún seguía dormido. Su cálido tacto me acariciaba la piel; hacía mucho tiempo que no sentía el contacto humano.
La mañana pasaba; calculaba que fueran las once, pero yo seguía ahí tirado. Mis parpados eran pesados y mis ojos se cerraban como si todavía no fuese hora de levantarme.

Volví a quedarme dormido finalmente; la noche anterior había sido realmente frenética y necesitaba descanso. 
Un ruido recorría todas las montañas. Penetró en mis sueños y me hizo despertar de súbito. Sentí miedo y mi piel se erizó cuando descubrí que esa voz continuaba sonando en la realidad; por todo el valle.

Las nubes taparon el sol y todo el paisaje se volvió grisáceo y sucio. Y yo empecé a patear senderos en busca de una meta que, entre tanta locura y agitación, casi había olvidado; alcanzar el horizonte.

Todos los arboles parecían gigantes y los ruidos de los animales, fantasmas que arrastraban largas cadenas. Los caminos de tierra se volvían más angostos y peligrosos; parecía que era de los pocos que habían pasado por aquí. Los senderos, los arboles, el cielo gris y el frenesí de los animales me indicaban que estaba cerca. 
Pero cómo podría alcanzarlo ahora que estaba tan cerca. Apenas veía un palmo por arriba de mí. El horizonte estaba ahí; tan próximo como inaccesible. 

Entre tanta posibilidad, entre tanta elección, entre tantos arboles, entre tantas pocas soluciones y un cielo que lejos de gris se tornaba ya negro, volví a caer rendido. Otra vez más la presión me pudo y perdí la consciencia.

Volvió ese mismo ruido. Más intensamente. Esa misma voz. No iba a perder la oportunidad de saber cuál era el foco de mi malestar. Así que tan rápido como volví a escuchar su voz corrí hacía ella. Ahora cegado por la rabia, me importaron poco los arboles, los senderos, la oscuridad de la noche y el no conocer dónde estaba.

Sus alaridos eran furiosos, lo sentía cerca. Paré a tomar aire - había estado subiendo la montaña -, además de escuchar esa misma voz, pude distinguir ladridos de perro. Sabía que no podrían andar muy lejos.
Volví a correr desaforadamente y mi sorpresa llegó cuando de las sombras del bosque salieron cuatro perros y un pastor que los alentaba detrás de unos eucaliptos. 

Creí que iba a morir a manos de esas fieras. La situación era realmente kafkiana. Yo; que no había tenido un día fácil y tranquilo, acababa el día tirado en el suelo con cuatro perros empujándome, arrastrándome por el suelo, hiriéndome y mordisqueándome, y no muy lejos de una escena, un pastor aparentemente anciano que los hablaba en un idioma extraño. Estaba riéndose y llamándoles para ver qué sacaban de mí. En cuanto el emitió un ruido idéntico a los que oí anteriormente lloré de la emoción. Ya no me importaba estar ahí tirado. Era lo que estaba buscando; quizá lo imaginaba de otra forma, pero era lo que pretendía. Los perros me rodeaban, el amo reía y con un ánimo inusitado los llamó para abrazarlos. 
Ya me habían dejado en paz. Mis ropas estaban rotas y rasgadas. Tenía el cuerpo lleno de babas, mordiscos y arañazos. El hombro me sangraba y yo tenía frío. Rápidamente se hizo de noche ya y lo único que podía ver ahora eran las sombras de los perros del pastor iluminados por el candil que el mismo llevaba. Era algo que, lejos de aterrarme, me encantaba. Sabía que eso; que se me escapaba de las manos, tenía que significar algo.


Por la mañana me levanté con un techo encima de mi cabeza; cosa que hace tres días que no veía. Me incorporé y vi a una mujer haciendo la comida. Tenía apariencia humana. Aunque me pareciera algo usual, no debía dar por hecho nada de lo que veía.
Me hizo una seña y yo deduje que tenía que ir a hablar con su marido; el pastor que me recogió ayer.
Corrí por aquel prado emocionado. Ese paisaje me sonaba, ese suelo anaranjado, esos arbustos, los animales y sus cuevas, los pájaros,... todo apuntaba a que había llegado. 
El pastor estaba sobre una piedra mirando el centro del valle, mientras vigilaba a sus perros. Esas bestias se peleaban hasta que el gritaba; ese era el ruido que consiguió alterarme. Sus voces consiguieron que aquellos perros parasen, lo localizaran y fuesen donde él. Ellos sabían que no les llamaba en vano.
Yo me quedé ausente asimilando lo que veía. Un señor que había domado completamente a las mismas bestias que podrían haberme matado, una mujer que hacía sus labores en aquella tejavana y todo el valle admirado desde arriba.
Nuestro lenguaje era diferente, pero con el tiempo nos entendimos. Les comenté que yo buscaba este lugar por curiosidad. Pero ellos parecieron saberlo. La mujer me dijo: "Fue bonito ver todo el pueblo iluminado cuando aquellos seres fueron a buscarte, hacía mucho tiempo que no había otra cosa más que la bóveda celeste para amenizar la noche".

Aquel hombre sabía que buscaba la cima, por eso vino a por mí. Me gané su confianza, me enseñó lo que sabía y supe dominar a aquellas fieras. Comencé a aprovechar toda la magia de la cima. 
Todas las mañanas ayudaba a la mujer con la huerta y por la tarde caminaba mientras hablaba con el pastor. 

Tenía tiempo para dedicarse a otras cosas, me comentó que sus ovejas estaban asustadas desde hace tiempo porque a ellos también  les habían visitado los seres de fuego y luz. Eran algo que nunca habían visto, ni las ovejas ni nadie, de ahí que se asustaran.

Reunidos por la noche, dijeron que aquellos seres eran los chicos que vivían en el pueblo del otro lado de la montaña. Habían subido a pedir socorro después del incendio que arrasó todas sus casas, cuando la tormenta de nieve les empapó mantuvo el fuego vivo dentro de su pecho, las heridas abiertas y la esencia humana alterada.

Los elementos transformaron sus cuerpos, ya no eran personas. Ellos también me contaron que las nevadas y los contrastes de luz que sucedían en esa montaña los habían cambiado. Eran dos personas nuevas, casi alejados del término humano. Vivían alejados de todo sentimiento. Y yo aprendí a vivir así. Era lo que había ansiado y lo que anduve buscando todo el tiempo desde la montaña.

Los días se sucedían. Observé todo lo que comentaban, las puestas de sol, las luces del cielo sobre el suelo, las sombras de los arboles, las lluvias, sus actividades, sus perros... y realmente cambié.

Había creado una dependencia tal que no pude soportar regresar a casa. La noche anterior la pasé durmiendo en aquella tranquila cima, despreocupado y admirando al cielo mientras no pudiera conciliar el sueño.

Por la mañana me levanté en mi cama. En la cama que me pertenecía. La cama de mi hogar. Desde el que admiraba la cima. Rompí a llorar. No podía imaginar que hubiera vuelto. Me había alejado de ese lugar.

Sentado sobre los columpios como un muñeco roto comprendí que no era yo quien había bajado, me habían traído ellos. Mi desesperación fue tal que maldije su vida; no sabía quienes eran realmente, solo sabía que quería ser parte de ellos. No podía hablar, corrí por todo el pueblo buscando las zonas donde siempre contemplaba el paisaje y los intentaba llamar, pero no podía. 

Asimilé el dolor cuando vi mi rostro en el espejo. Lleno de arrugas, ya no parecía humano. Toqué mi cara y de mis ojos brotó una lágrima a la vez que un alarido. No era lenguaje humano. Era parte de ellos, pero ahora era su hijo huérfano. 

Habían conseguido que abandonara mi condición de humano. Esa cima había causado un efecto irreparable sobre mí. Era parte suya. Me pasé tres meses buscando una subida posible a la cima, pero comprendí que solo ellos podrían subir y bajar a quienes quisiera. Como unos tiranos de su condición. 

Aún sigo tirado por los tejados. La cima me trae recuerdos muy bellos de lo que fui. Sus ropas viejas, los colores que teñían el cielo, aquellos perros, su casa y su lenguaje. Intento volver a ser quien era antes; seco mis heridas, hidrato mi piel e vuelvo a hablar mi lenguaje. 

Veo a mi madre acercarse en coche, hace mucho tiempo que no la veo y creo que es hora de ir de árbol en árbol hasta mi casa; además ya está anocheciendo. 

Aún sigo escuchando las voces del pastor correr por el valle, los ladridos de los perros aterrorizando a los animales e incluso veo luces corriendo por el pueblo. Eso es lo que fui. Luces y voces.

Parte I: Introducción.
Parte II: Los entes.

Zar Alberto

domingo, 15 de marzo de 2015

Hogar sin paredes. (II)

Lo último que escuché fueron las palabras de mi madre en los ecos de un sueño. Hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie. Me era imposible, antes por lo menos caminaba por el pueblo. 
Estaba postrado en la cama, sin apenas poder moverme, mirando al techo sin nada más que hacer, a veces pensaba en el monte y sus misterios, pero el dolor y los mareos me alejan de esos pensamientos. Así todos los días.

Una noche escuché unos ruidos de fuera; eran plácidos, descompasados e inauditos. Sentí miedo, aún más cuando unas luces rojas y blancas inundaron mi cuarto. Y al ver mi rostro pálido en el reflejo del espejo pude diferenciar una silueta marcada detrás de las persianas. 
Me levanté y con mucho cuidado intenté abrirlas, y cuando lo conseguí, una bocanada de luz y calor entró en la casa.

Me estremecí en la cama mientras ellos; los tres, entraron. Entre sus ruidos, luces, calor y mi miedo, pasó largo tiempo hasta ver qué tenía delante. Tampoco supe nunca quienes eran.

De su cuerpo nació una mano que me señalaba y me incitaba a mostrarles una salida a la calle; pareciera que la casa se les quedaba pequeña para la tan maravillosa esencia que ellos guardaban. Así fue, nos reunimos en la calle.

Yo, en el centro de los tres, mientras la madrugada machacaba mis músculos, me preguntaba sobre su origen. Ellos danzaban cerca de mí, escrutándome, y yo inmóvil les seguía el juego; parecían poderosos y no quería ser su víctima. 
Rápidamente se colocaron delante mío y de sus bocas bullía un humo tan espeso que ahí dibujaron sus nombres. Y las manos de cada ser mostraron ofrendas de fuego y nieve que yo acepté. Hasta que mi piel ardió, no comprendí lo que me querían decir. 

Eran seres de luz, calcinados por el fuego y bañados por la nieve. Su cuerpo sufría los estragos del frío y la piel estaba rota por el calor. Portaban con ellos una estela formada por el odio y la desesperación de ser seres vacíos, que viven con heridas que nadie cerrará. 

En ese momento; donde nuestras manos se tocaron, y sus ruidos fueron más intensos, donde sus luces envolvieron todo el pueblo y sus caras descubrían entes con apariencia de hombres, descubrí que me habían venido a buscar, que no era fortuita su visita. Que eran los hombres del monte, los habitantes del horizonte que tanto añoraba. Que eran ellos lo que me iban a iluminar.

Me llevaron en brazos levitando por la ventana a mi cama, donde, cuando llegó la mañana el atroz de recuerdo de verlos me hacía pensar en la verdad de lo ocurrido.
Obcecado en el pensamiento de que todo fue un sueño bajé a la cocina, cogí mis dibujos y tomé un vaso de agua con una pastilla para ayudarme a continuar con la rutina. Justo antes de salir me miré en el espejo; hacía mucho tiempo que no me miraba, ya no me reconocía. Y cuando vi que en mis muñecas había marcas de agarrones, arañados y restos de las llagas que su fuego y nieve me provocó.

En el momento que me di cuenta del daño que había sufrido mi cuerpo mi alma se empotró contra la pared de mi espalda. Ese dolor si fue real. Ahora estaba viviendo en la realidad. Ahora estaba viviendo con el miedo. Pero seguí haciendo lo que hasta hora saciaba mis ganas de ver más allá.

Tirado en un tejado, con los prismáticos en un lado, con mala cara, con los dibujos tirados, con el cielo ya teñía de azul sus colores naranjas, admiraba la forma en la que todo se mantenía en orden. La naturaleza puede, mientras nosotros, - seres superiores - racionales, no podemos sostener más de dos problemas en el aire para analizar sus salidas. 

Llegó la noche y mi subconsciente, inquieto por la llegada de los tres seres, no dejó que me durmiera de todo. Pasé las primeras horas de la noche con el ojo entreabierto recostado en el tejado.
Ellos ya vinieron, yo seguía ahí tirado. Noté como sus luces y sonidos me tocaban. Congelaron mi respiración e hirvieron mi sangre; supe que querían algo más. Alguien que es capaz de alterar tu cuerpo es digno de respetar, así que tuve que exprimir al límite mis capacidades. Traté de entender su extraño lenguaje, dibujado en el viento con formas e impreso en árboles con llagas de resina.

Sus triángulos y aquellos símbolos parecidos a estrellas indicaban que querían algo de mí. Sus danzas y las estelas que producían me guiaron hacia todos los sitios donde yo contemplaba la cima. Con una agitación preocupante subía a las torres, las copas de los árboles y a los tejados para enseñarles todos los puntos de vista y los trucos. 
Cuando les presté mis prismáticos con los que veía la cima, los rompieron. Sus manos no estaban hechas para esos inventos. Calcinaron mis dibujos, y mis alaridos agonizantes de clemencia para que pararan su juego, les alteraron hasta el punto de llegar a congelar los animales y romperlos en mil pedazos de hielo. 
Enfadados me miraron, me chillaron y sus dibujos en el aire eran más punzantes, eran diálogos más afilados, me golpearon y unas sonrisas burlonas brotaron de sus caras; parecían puramente humanos - puramente niños - a los que no les gustaba lo que veían. 

Me levanté del suelo, con las mejillas llenas de llagas; marcadas con rojo y un blanco tan brillante que iluminaba mi camino. Corriendo los perseguí; sabía que estaban subiendo por el monte, sus luces me lo indicaban.


Cuando llegué al centro del bosque una luz terrorífica me marcaba su punto de encuentro. Me esperaban haciendo ruido; más que de costumbre, mirándome y hablando - era bellísimo admirar desde lejos ver aquel excitante dialogo moverse por el humo -. 
Me acerqué y me miraron los tres, no dudé y fui donde ellos. Cuando estuve muy cerca ya de ellos empezaron a subir los colores, los árboles se tornaron rojos; ya ni siquiera había blanco en sus cuerpos. Ahora eran seres de fuero, con el cuerpo ardiendo y las caras acusando la asfixia de la combustión. 
Se elevaron y me gritaron, seguí firme hacia ellos y manteniéndoles la mirada. Ellos irritados ya, empezaron a rodearme con fuerza e ímpetu. Remolinos de hojarasca y hierba se crearon alrededor mío. Me quemaba la piel y no podía más que exhalar dolor en forma de aire abrasador. 

En el momento que me lanzaron mis dibujos transformados en muñecos de hielo vi que mis formas eran malas. Ellos me entregaron lo que me pertenecía, lo que me robaron. No le entendía. Solo interpretaba lo que me decía, solo daba forma con mi idioma a sus palabras y eso no vale para entender a alguien.

Ellos me dejaron tirado. Yo me quedé observando cómo se derretían mis dibujos que mágicamente habían sido transformados en figuras de hielo. Se marcharon. Sólo quedó ruido, fuego, agua de los dibujos, luces y hojas volando por encima de mi cabeza en el centro de aquel claro en el bosque. Recordé las palabras de mi madre 'cuando te olvides de quién eres y tengas miedo, susurra a los fantasmas de las oscuridad lo que te hace seguir vivo. Repítelo, así verán que eres decidido, constante y que es difícil pararte y te dejarán continuar vivo por la noche, guiarán tus pasos por los caminos y iluminarán con sus luces grites tu futuro mientras estés perdido en ti'.


Estaba tan acostumbrado a perder mi cama por dormir al raso, que una estampa llena de frió y fuego se me antojó la más cómoda para dormir los últimos momentos de la noche. Así que repitiendo 'me gustan las luces bonitas, los sonidos raros y las palabras bellas' me quedé dormido sobre un montón de hojas que habían empezado a caer del cielo del bosque que poco a poco recobraba su color normal.

Parte I: Introducción.
Parte III: La cima. 

Zar Alberto

domingo, 8 de marzo de 2015

Hogar sin paredes. (I)

Naranja era el reflejo de mi cara en aquella tarde donde una vez más, sentado en aquellos columpios, me preguntaba qué narices era lo que había detrás de aquella montaña.


Desde que era pequeño y alzaba la vista para ver qué me rodeaba en el valle, mi alma sentía cierta angustia por saber más allá de aquella montaña. Aquel fino trazo que separaba la seguridad del peligro. Una cima que había sido quemada multitud de veces y que cada vez que la veía arder, mis ojos se iluminaban mostrando el más absoluto desconcierto y pavor al ver que se extinguía aquello que no podía ver. 

Recuerdo que pasaba las horas de la noche corriendo por el pueblo - hoy vacío y pobre - buscando un sitio para ver arder la cima y poder observar lo que la montaña esconde. Pero el hollín, el vivo fuego y mis cansados ojos no me dejaban ver con claridad. Tampoco servía esperar a despertar en grandes prados empapados de roció para que los primeros rayos de sol iluminaran la cima ya calcinada para descubrir algo. Desposeído y loco caminaba buscando puntos altos para ver algo. Se consumía lo que aún no conocía. Llamas seguían devorando la montaña. Ni siquiera las copas de los arboles me eran útiles para ver algo. Ni siquiera las azoteas de casas saqueadas después de ser abandonadas, ni la vieja torre de la iglesia. Nada, era imposible ver algo.

A cada intento fallido su forma cambiaba. Más arboles, nuevo suelo; naranja ahora,... La montaña cambiaba mientras yo seguía corriendo ciego por la noche, mientras las bombillas de las farolas emitían una luz tan tenue y pausada que solo me fiaba de los reflejos de los ojos de los lobos y luces de luciérnagas. 
Tirado sobre un enorme tejado rojo de una casa recientemente abandonada; pero desvalijada ya, conseguí ver una madriguera de conejo. Usé unos prismáticos que me había encontrado en el bosque. Estaban sucios y medio rotos. Tenía tantas ganas de tener algo con lo que ver más allá, que rápidamente los cogí y salí de aquel coto y fui a lavar las lentes y arreglar alguna pieza.

Pude ver más de lo que imaginé, pero no sacié mis ganas de conocer. Me subí a los sitios donde antes intentaba mirar algo; arboles, torres, azoteas, y desde allí empezaba a dibujar todo lo que veía e imaginaba. Eran momentos realmente mágicos, pero realmente clandestinos. Vi unas caravanas aparcar cerca del río y a una multitud de hombres bajar con cizallas y palancas. Otra casa había quedado vacía, pero yo no lo sabía. Así que cogí mi libreta, salté al castaño de aquella casa, luego al nogal y después pisé la tierra de la entrada. Bañado por el oro del atardecer de un sol que volvió a salir entré en casa, dejé mi chaqueta en la silla y tomé un vaso de agua mientras observé los prismáticos y el bolígrafo apoyado en la mesa que decoraba la solitaria cocina. 

En mi libreta tenía dibujados ratones, topos, conejos y crías de zorro. Se movían y crecían entre arbustos, rocas y los pocos arboles que habían crecido en el anaranjado suelo. Pertenecían a ese lugar, allí se habían criado, lo conocían, era su enorme cima. Su enorme y aterradora cima.

Mientras en una mañana bajaba las escaleras mis pies descalzos me indican que había más frío del común. Recogí la libreta y los prismáticos, rellené el vaso de agua y cuando abrí luego la ventana de mi cuarto vi una tormenta. La caía la nieve y todas aquellas criaturas estaban escondidas en sus madrigueras y cuevas, un halcón sobrevolaba toda la cima. Magnifica criatura. Ojalá pudiera atraerla hacia mi balcón, donde mis flores se cubrían completamente de nieve, para que me contara lo que veía. 

Pero era imposible. Lo único que podía hacer era ver cómo se cubría de nieve aquella inmensa cima. El panorama era bello, pero el no saber qué más ocurría allí arriba me ponía cada vez más nervioso... hasta el punto de enfermar. Mientras en mi cabeza se cernían los pensamientos más extraños sufría el frío y los dolores de la realidad. Aplastado en mi cama, en la mesita se agitaban las hojas de mi cuaderno, mis prismáticos proyectaron contra la pared todas las imágenes que vi. La habitación se tornó verde y el reflejo blanco de la calle la convirtió en un turquesa que me mareaba más y más. Veía halcones, conejos, zorros, arboles, arbustos, troncos calcinados, ratones, ardillas y una puesta de sol que no podría revelar ningún secreto. La nieve golpeaba tan fuerte que mis parpados se bajan cada vez que un copo caía. Mi cabeza no estaba ordenada. Ruidos, luz, imágenes y palabras intensas en la cama. Perdí la consciencia y caí rendido.

Parte II: Los entes.
Parte III: La cima.

Zar Alberto