domingo, 1 de noviembre de 2015

Planta -1.

Por los pasillos no se oía nada, no había llegado aún la noche. En una de las salas ya reinaba la oscuridad y las gotas que estaban en el techo ahora caían a un suelo del que no se distinguía nada. El salón estaba lleno; a rebosar, pero todos estaban en silencio. Fuera, donde una moqueta naranja con topos blancos cubría todo lo que uno puede ver, se distinguía una luz roja al final del pasillo; era el ascensor, venía desde varios pisos más abajo.

Y es que pongámonos en situación. Estamos en la primera planta subterránea de un lujoso piso que señala desde el mismo centro de la cuidad al cielo de una manera casi obscena. El edificio se dividía en dos, una gran torre utilizada como hotel para los grandes poderes que se pudieran costear una noche allí; ya sabéis, champagne, todo tipo de manjares, baños de espuma para relajarse de un cuanto menos arduo trabajo y, por qué no, las señoritas más lujosas de la cuidad. Sí, así era este edificio, una estructura de hierro y cortinas rojas que tapaban los secretos de los directores de la ciudad, eso sin contar con las incontables plantas bajas. Éstas fueron utilizadas en tiempo de guerra como zonas de estrategia militar, sala de reuniones y firmas de decretos entre los bandos beligerantes. Pero ahora eso ha cambiado, no así el hotel, que sigue estando como antes: misma clientela, mismo servicio, mismos lujos, mismos vicios y el mismo color intenso de unas cortinas que han tapado y han escondido más poder que cualquier documento firmado en sangre. La zona subterránea, lo que antes era el epicentro de la guerra, ahora son grandes salones de reuniones, despachos y amplísimos pasillos tapizados de terciopelo verde, morado, naranja y rosa. Ahora reina la paz. Aparentemente. Mientras que las primeras plantas de alquilan mediante un simple papeleo con el ayuntamiento, en las plantas más enterradas; hablamos de la 16, sigue habiendo vestigios de la guerra, como si en cualquier momento fuera a estallar o como si mientras desde allí se controlara a la gente con mensajes ocultos para que no estallase la guerra, el caso es que aún no se había esclarecido todo. Uno no debe fiarse de un sitio donde no corre aire. 

La habitación que estaba a oscuras estaba fuera de todo, como si pertenecieran a otra onda. Por ese pasillo correteaban, jugaban y armaban jaleo los niños de una familia holandesa hasta que un señor alto, con una gran barba y una cara serena salió de su habitación al grito de 'Silencio, tengo a mi mujer con dolor de cabeza y necesita descansar'. Los niños entraron rápidamente a su cuarto y cuando parecía que el pasillo había alcanzado la calma, todas las personas que estaban de paso por el corredor observaron cómo se distinguía saliendo del ascensor un gran tigre atado con una gruesa cuerda y dos caballeros hindús vestidos con sendos trajes rojos. En un momento ese tigre se deshizo en cinco mujeres pintadas en blanco y negro que formaban las partes del cuerpo y se dirigieron hacia la misma habitación, era el número estrella del espectáculo de aquellos hombres de la India. El pasillo quedó envuelto por la magia del momento y se tiñó todo con un sonido de fiesta que salía tímido de aquella habitación. ¿Quién sabía lo que estaría sucediendo allí? 

Lo que sí sabemos es lo que ocurría en el salón más secreto de la planta -1. La única luz que se respiraba era la que emanaba las alcantarillas de la cuidad. Hacía un buen día, cálido y soleado, se podía notar en lo costoso que resultaba respirar y por todas las partículas de polvo que eran atravesadas por la luz como si ésta tuviera un afiladísimo filo. Ese pequeño destello rompía en dos la habitación y daba algo de humanidad, era cierto que ahí fuera las cosas seguían marchando, aunque fuese de mala manera. La sala la moraban hombres y mujeres que ya lo tenían todo perdido, desde la mirada hasta las palabras. No se conocían y no se daban a conocer y nadie sabía de ellos, era como si entrar allí significase el fin de sus días rodeados de eso, oscuridad interrumpida por un pequeño brillo que recordaba lo que uno fue antes. 

Llegó el momento en el que la alcantarilla empezó a escupir aire frío y las luces que ahora entraban en la sala procedían de los coches y varios carteles luminosos. El ansiado momento, las horas habían pasado tan lentas como siempre, cayendo una sobre otra hasta alcanzar esto; la noche. Todos se intuyeron la posición y se dieron la mano con el compañero que más próximo tuvieran. Guardaron un minuto de calma total para escuchar cómo rugía desde aquella rendija la cuidad y, de repente, todas las gotas que habían estado cayendo durante todo ese tiempo lentamente por las paredes se organizaban en un hilo fino de agua que empapó a todo el mundo. Era su ritual, tenían que comenzar a danzar. 

Uno de aquellas personas puso en marcha un tocadiscos y otro se encargó de activar el mecanismo para que aquella habitación se convirtiera en una pompa de vapor de agua que se llevase por la alcantarilla todos los problemas de aquellas mujeres y hombres que rotos no sabía qué hacer más que bailar durante toda esa noche para tener todo el día siguiente como descanso.

Mientras esto sucedía en esa planta la gente era ajena a eso, menos se sabía en otros pasillos y mucho menos en la calle. Allí fuera nadie sabía nada. Los mismo poderes seguía entrando al hotel, los mismo manjares seguían entrando por la cocina. Todo era lujo hasta que un hombre con la cara desencajada, una camisa de flores y el pelo más que descuidado entró chancleteando por la recepción buscando a alguien que le dijera dónde se hospedaba el señor Álvarez. Y cuando después de varios empujones y zarandeos consiguió algo de información se dirigió como loco hasta su habitación, la 532. Corrió por todo el pasillo, tropezó con varios magnates y camareros y justamente antes de que uno de ellos cerrara la puerta de la 532, de una patada la abrió del todo e insultando e increpando fuertemente al señor Álvarez sacó con una mano un puñal mientras con la otra no paraba de señalarle y chafarle toda la suculenta comida que había traído el camarero hace unos instantes; quién salió corriendo según vio las intenciones del hombre de la camisa y los pelos alborotados. 

¿Que cuál era el foco de tan desaforada ira? Era un hombre curioso que transitaba la cuidad de noche sin el menor reparo para dejar de mirar la hora y fijarse en cosas que el ojo normal no puede ver. Fue entonces cuando observó cómo salía todo aquel vapor procedente de la habitación de la planta -1. Intrigadísimo por saber qué era lo que pasaba cruzó la carretera y se tumbó para ver de dónde venía todo aquello. Allí vio a un compañero suyo a quien ya creía extinto y borrado del mapa bailando como si estuviera flotando pero con los ojos vueltos, el agua rozando su cuello como una boa que quisiera asfixiarlo y su cabeza a mil kilómetros de allí. 'Pero quién narices ha permitido que esto suceda', se preguntó. Entonces henchido de rabia se encuentra donde ahora está; bajando con el señor Álvarez y a su putita a punta de puñal por el ascensor hasta la planta -1.

Aquella compañía de circo hindú volvía a dirigirse a la cuidad para conseguir algo más de dinero con su espectáculo; esta vez las mujeres marchaban formando una jirafa, habían llegado más familias extranjeras que buscaban un alojamiento cómodo; obviamente unas habitaciones subterráneas aunque de notable lujo habían de ser baratas. En medio del trasiego aparecieron envueltos en lágrimas los tres, el señor Álvarez y su putita por miedo y aquel hombre desquiciado por la misma furia, atravesaron el pasillo y se situaron delante de aquella puerta. Sí, era la puerta señalada, la habitación -29.

Solo quería que entrasen y que vieran lo que habían hecho. Era el señor Álvarez el hombre más poderoso de la cuidad, el que más control ejercía y el encargado del edificio, y esto lo sabía muy poca gente. El hombre de la cara desencajada solo quería eso, que sintiesen ellos mismos lo que habían hecho con su pésima gestión a gente como el amigo de aquel hombre que pareció tener un momento de lucidez.

Todos los hombres que se encargaban del bienestar del señor Álvarez enloquecieron tras ver su habitación no solo vacía, sino con señas claras de violencia. Esos seis hombres recorrieron pasillos, cuartos de baño, comedores, salones de juego y escaleras buscando su rastro, pero nada. Fue entonces cuando uno de ellos recibió una llamada, era él, dijo realmente irritado lo descontento que estaba por el hecho de que no le hubiesen protegido y les dijo que fueran a la planta -1 a sacarlo de allí; rápido. Salieron agolpados del ascensor y buscaron una posible puerta. Vieron al hombre de la camisa abriendo la puerta y sacando agarrados al señor Álvarez y a su putita, después les empujó hacia la pared donde quedaron sentados con los ojos enrojecidos y el cuerpo envuelto en una fina capa de agua heladora. La cabeza chocaba contra el terciopelo naranja que forraba todo el pasillo y la mirada, que parecían dirigirse hacia las piernas, estaba enfocada en el más profundo intento de poder digerir lo que había visto en esa sala. Jamás se había visto tanta inmundicia escondida, era duro haberlo sentido y ahora sus ojos envueltos en angustia lo acusaban, su cabeza quería no volver a recordarlo y sus manos aún tenían el tacto de aquella puerta que arañaros por querer salir antes de que les agarraran y les arrojaran hasta donde ahora estaban.

Los seis hombres vieron a su superior y se detuvieron en el pasillo. 'Eres tú quién ha hecho esto', dijo el hombre que recibió la llamada del señor Álvarez. 'No, fue él. Yo en ningún momento he perdido la humanidad', contestó y agarró de la corbata al señor Álvarez, luego sacó de nuevo el puñal para posarlo sobre el cuello del señor. La tensión era más que palpable en el pasillo; aquellos hombres ya estaban apuntando con su pistola. 

Dentro de la habitación -29, la gente seguía bailando empapados en agua ritmos desconocidos y justo ahora, en medio de la madrugada y lejos del conflicto del pasillo, comenzó a mezclase con el fino agua un humo que borró por completo la memoria y el momento se tornó más intenso, solo pocos consiguieron mantenerse en el trance. Todo aquel vapor empezó a viajar por el corredor donde se batían en duelo aquellos hombres y el señor del pelo alborotado por la vida del señor Álvarez; su putita seguía tirada en esa pared intentando asimilar lo que había en aquella habitación.  


El filo del puñal, una respiración entrecortada, las venas rozando con el hierro, una mirada de ira, los cañones de seis pistolas apuntando, una idea de venganza, una mirada perdida por ver un final más que cercano, una gota de sudor muy frío y, cómo no, un vapor que empezaba a calar ya en ellos. Cada vez se tensaba más la cuerda, ¿Cuándo estallará esto?

Sonaron seis tiros y dos cuerpos se desplomaron: el del hombre lleno de balazos y el del señor Álvarez, con el puñal clavado en la clavícula. Le sacaron de allí, a él y a su putita, y lo mandaron rápidamente a urgencias, mientras que aquel hombre con chanclas, tenía el torso cubierto de balas y sangre que se dejaban ver avanzando entre los botones desabrochados de su camisa.

La idea era clara, desalojar aquella habitación. Lo demás estaba bien, el hotel funcionaba como un reloj, los primeros cuatro pisos subterráneos daban buen servicio y resultado, y lo que es mejor, nadie sabía de la existencia de los despachos de las últimas plantas. Solo había que encargarse de los desarrapados de la planta -1.

El director del edificio y el gerente del hotel reunieron a una serie de psicólogos y fuerzas policiales para desalojar aquella habitación. La planta -1 volvió a convertirse en escenario de un espectáculo cuanto menos inusual. El director, el gerente y un número importante de hombre enfundados en robustos trajes negros con protecciones y pistolas a cada palmo. El señor Álvarez seguía ingresado en urgencias.

Entraron. La habitación tenía una opacidad solo interrumpida por el único resplandor de luz que entraba; lo que significaba que había llegado el sol de la mañana. Todos los que seguían con vida allí dentro pararon de bailar y su trance se acabó de igual manera que se vacía un árbol tras el ruido de la munición. Las gotas volvían a deslizarse lentas hasta el suelo de moqueta verde cubierto por decenas de cadáveres de aquellos que no resistieron el trance en pie y fueron pisados por aquella marea de mujeres y hombres buscando la redención en los rizos de un agua que aturdía y despojaba al ser del ser. El hedor era terrible y estos trataron de sacarlos uno a uno, eran inferiores en número y cuando el silencio se hizo y de éste brotaron lamentos, el miedo de aquellos hombres que traían la verdad camuflada con armas los transformaron en niños que acabaron en el suelo rodeados de cadáveres descomponiéndose.

Los hombres que moraban esa sala les cogieron de la mano, les separaron de allí; del suelo donde morían los que no aguantaban el ritmo, y les sentaron junto a ellos. Notaron la humedad, el mal olor, las ganas de buscar la luz para conseguir algo de cordura, pero sobre todo, el vacío y comenzaron a escuchar historias de todos los que estaban allí, cómo habían llegado, qué hacían y qué iban a hacer. 

El director, el gerente y los psicólogos quienes esperaban que saliesen tanto a unos como a otros continuaban sin saber qué estaba ocurriendo y porqué tardaban tanto.

La luz que entró dejó ver algún rostro cubierto de gotas y lagrimas, voces que rompían cualquier alma y conciencias que estaban a punto de despegarse como si ya sobrasen. Muchos de aquellos habitantes de la sala se mimetizaron con el suelo formando una nueva capa de cadáveres a modo de alfombra. Los hombres que entraron estaban en estado de shock sin poder razonar todo lo que veían y con la mirada desorbitada admitieron que haber entrado en esa sala había significado su fin; permanecerían allí para siempre, hasta que se juntaran con los cuerpos descompuestos del suelo.

Nadie pudo, nadie quiso, nadie sabía y nadie supo cómo desalojar esa habitación que había nacido de la guerra y acabaría con el final de la mayor guerra; la existencia humana.


Imagen cedida cordialmente por la cuenta de Instagram 'itssgk'.

Zar Alberto (Unión vaga de recuerdos)

viernes, 31 de julio de 2015

En el barrio.

El aula estaba plagado de moscas y estaba sintiendo como se posaba cada una en mi espalda mientras estaba girado escuchando lo que decía mi compañero. El ambiente era terrible. La luz era tan clara que asfixiaba y todo estaba completamente empapado de agua que habían usado los de la clase de química para sus experimentos. 

Las mesas; largas piezas de madera, eran testigo del agobio de cada uno de nosotros, los profesores miraban desde el pasillo con un gesto de no saber qué nos estaba pasando realmente. Dentro el ambiente era de crispación, aunque solo quedaban doce minutos para que sonara el timbre; los más angustiosos de mi vida. 

Las moscas fallecían encima de las mesas y en el suelo, tal vez no fuera agua. Mejor ni tocarlo, pensé. Por nuestras cabezas volaban con aires de auxilio las últimas que quedaban vivas, era realmente aterrador. El profesor, que estaba corrigiendo exámenes en silencio mientras nosotros teníamos tarea pendiente, no vio como decenas de moscas temerosas fueron a parar a él. En el momento en el que quiso darse cuenta de que tenía esos asquerosos bichos en sus gafas y en sus ojos. Sonó el timbre y toda la clase se vació. Nadie aguantaba más; ni siquiera las moscas. La rápida huida se convirtió en un desfile de bestias que chapoteaban y pisoteaban cadáveres de moscas para llegar a la salida en busca de una luz que no los cegase.

Fue horrible, pero ya estaba de vuelta a casa. Fui andando por la calle que conduce a mi barrio. Concentrado. Fijándome en cómo estaba la gente, quizá aquella clase fuera el reflejo de algo. No lo parecía.

De repente me crucé un autobús demasiado extraño para ser de aquí. Aquí las cosas tienen su aspecto y su forma; son cosas de aquí, del barrio. Era un autobús viejo, de un color verde pistacho muy feo, con dos bandas naranjas a los lados y con la carrocería muy desgastada. Me pareció, como si fuese una imagen fugaz, que no había conductor. Pero no, estaba agachado, ahí, olvidado y curiosamente conduciendo desde la derecha; en la parte trasera vi unas palabras que no entendía, y deduje que ese autobús era inglés.

¿Qué hacía un autobús de Inglaterra en el barrio? Curiosamente eso fue lo menos relevante. Su manera de conducir era tan busca como temeraria. Unas calles más adelante nos volvimos a encontrar; tomé un atajo entre edificios para verlo de cerca. El conductor miraba a la carretera desencantadamente y daba bandazos al volante. Por toda la calle iba dejando rastro de sus imprudencias. El autobús se movía de un lado a otro y cuando evitaba chocar con los coches aparcados en la acera sus ruedas chirriaban tanto que el tráfico se detuvo para ver qué hacía. 

Los niños dentro parecían calmados, viendo cómo la gente de la calle se echaba las manos a la cabeza y sintiendo cada giro. Parecía no importarlos, como si ya estuvieran acostumbrados a ello, como si de un paseo se tratase.

En un momento, un coche, que no parecía saber que había un temerario en la carretera, venía metiendo ruido por esa misma carretera. Ambos conductores iban adelantando a otros coches hasta que el ruido de uno alteró al del otro. Fue entonces cuando se vieron. Y yo, haciendo equilibrios en el bordillo de la acera, vi cómo el conductor del coche se quitó algo extraño de la cara y dio un volantazo para evitar un choque frontal contra el autobús. Finalmente, el coche se paró en la acera con un golpe que no pudo evitar en la parte de las luces. Los dos hombres que iban en el interior se miraron, sus caras mostraban la adrenalina del momento. El conductor se volvió a poner la careta; que era lo que llevaba antes mientras conducía, y le hizo gestos raros al copiloto para que se riera y hacer que olvidara por un momento la tensión del momento. 



Parecía que el episodio de la clase iba a ser lo más tranquilo del día. Algo pasaba en el barrio. Mientras tanto, los dos hombres salieron del coche y se fijaron que yo los contemplaba desde la lejanía. Aún así, vi que sus miradas se clavaban sobre mí y pude sentir cómo aquellos rostros quemados por el alcohol, el tabaco y una forma de vida demencial me examinaban. Venían a por mí. Y yo me encontré corriendo hacia mi casa. 

Mientras yo entraba aterrado ellos pararon a un vecino y haciendo gestos hacía mi casa e intimidando al señor preguntaban sobre ella. Yo no entré, quería escuchar desde la puerta qué decían. Uno no prestaba casi atención ni siquiera le hacía falta, solo su presencia servía para infundir miedo. El otro se frotaba las manos mientras el vecino hablaba y asentía a golpe de 'perfecto' mientras escuchaba todo lo que le decía. Yo continuaba aterrado, sabía que esos hombres iban a entrar a robar a mi casa, lo vi en sus intenciones que sus caras no podían camuflar. El vecino me buscó con la mirada, lanzó una gesto conciliador y yo me quedé más tranquilo. Solo era un niño de 14 años, necesitaba estar seguro y esos dos hombres no traían la seguridad marcada en su rostro.

Un olor fétido inundó la calle, al olor se le añadió ruido y al ruido se sumó el vibrar del asfalto sobre nuestros pies. Todos los del barrio salieron a la calle aterrorizados por lo que podía llegar. Los portales se abarrotaron, los balcones se llenaron de familias estresadas por aquella ruptura de la calma y el cielo era un circuito para las palomas que parecían no querer perderse cómo se había roto la rutina del bario. Todo se paró y se hizo el silencio. Por unos diez segundos el barrio esperó a ver qué era lo que subía por la calle principal. 

El delirio llegó cuando se vieron como unos perros enormes tiraban de un vehículo oxidado y sin ruedas. Aquellos perros se veían desde la acera como enormes fieras de pelo largo que rugían y emitían un olor sucio e intenso. Los vecinos se alarmaron más si cabe cuando vieron a los pilotos de aquel ruinoso coche; uno iba sentado con un casco y unas gafas y otro en el techo gritando y alentando a aquellos perros para que fueran más rápido. Mucha gente impresionada por aquel espectáculo, eclipsó el ruido de aquella mugrienta carroza transformando la calle en una danza de persianas que se cerraban para olvidar aquel horror.

Con la calle completamente vacía y todos los coches echados en los costados de la carretera, se sintió otro ruido que alertó a los perros e los hizo detener. Entonces la carroza paró y todo el barrio vio a aquellos dos energúmenos gritar a los perros que rugieron contra ellos al ver que se acercaba un coche deportivo.

El coche no redujo velocidad hasta que vio de pleno a los perros. Entonces el ruido del motor hizo que los perros se extrañaran y caminaran hacia el coche. Los dueños daban alaridos desde el vehículo pero los perros hacían caso omiso. El conductor del deportivo dio marcha atrás con cara de enfado y en un intento de continuar su marcha, éste atropelló a varios. Lo que alteró más si cabe a los hombres del vehículo que rápidamente tomaron las riendas de los perros que llenos de ira se prepararon para atacar al coche. 

Ambos individuos tomaron respectivas carrerillas y los vecinos íbamos a ser testigos de algo que no iba a salir para nada bien, pero quién se iba a poder entrometer cuando la ira ciega a la razón. Los motores rugieron, los perros ladraron ansiosos y todos los que contemplaban en la calle corrieron a ponerse a salvo.

Por un momento la carretera se tiñó con un humo azul oscuro y no se pudo contemplar nada del coche. Un frenazo, gritos de lamento y furia, sonidos metálicos, de cristales y de cadenas. La banda sonora del barrio. El humo dejó ver como el deportivo estaba destrozado enfrente del un edificio de donde salían una mujer y una niña acababan de instalarse en el barrio y estaban en su piso ajenas a todo el bullicio de fuera.

Todo el mundo se echó a la calle, para seguir el rastro del vehículo de los perros, que iba calle arriba desprendiendo humo azul sin que nada pudiera detenerle; ni siquiera el grupo de perros muertos en el atropello que llevaba arrastrando todo el camino.

La madre vio que el hombre inconsciente dentro de aquel deportivo era su marido y fue entonces cuando la niña se vio sola ante aquella tragedia y ante el barrio que observaba el rastro del accidente. Un vacío de luz cayó sobre ella. Notaba frío, la cálida tarde de mayo se fundió y ella solo quedaba terror y oscuridad. En el asiento del copiloto tenía su muñeca ahora rota y sintió como algo dentro de ella hubiera desaparecido.

Oía gritos y ruidos que le aturdían, pero ninguno eran los de la calle, ni siquiera los de su madre, que bañada en llanto la agarró y se abrazó a ella. La niña pensaba en las cosas de su nueva casa que le iba a enseñar a su muñeca ahora rota. 

Solo puedo decir con una voz llena de pánico: ¿Qué es esto? ¿Qué hemos hecho? ¿Dónde nos hemos metido? 
Su ilusión se acabó, llegó al barrio.

Zar Alberto (Sueño del viernes 31 de julio, 2015)

domingo, 24 de mayo de 2015

La llegada del calvario. (I)

Aurora y Sebastián son una pareja que disfruta de las primeras horas del sol de septiembre. Habían tenido suerte. El tiempo había respetado sus cosechas y eran felices porque sabían que las cosas estaban yendo bien. Los arboles eran altos y sus hojas eran verdes. El brillo del paisaje parecía un fino velo que se posaba por los prados, arbustos, laderas e incluso el ganado. El valle estaba decorado con sombras de bastos bosques y su cielo estaba surcado por miles de aves que mordían las nubes ahora bañadas en magenta. 
Por las colinas se hacía notar el sonido de las campanas de la torre. Era la hora de ir a la iglesia. La única manera de reunirse con la gente del pueblo; ellos vivían bastante más arriba de sus vecinos y cada vez eran menos frecuentes sus reuniones. Entre charlas sobre el clima, sobre cómo iba la cosecha y sobre la familia, apareció un chico recién llegado. Era el nuevo cura. Tenía una maleta de piel que sujetaba con una mano mientras que con otra sujetaba el hábito. Era muy joven, tanto que su imagen tan atribulada hizo que todos se acercaran a él para ayudarle con su equipaje. Después se presentó, se disculpó por la tardanza y entró para tomar su sitio en la sacristía. 
- Oye, ¿y cómo es que ahora eres tú el nuevo cura? - dijo una de las señoras más entrometidas del pueblo. 
- Verás, me han destinado aquí para reemplazar al otro cura, me dijeron que él también quería cambiar de aires, yo no lo conocía. Es siempre bueno cambiar aún cuando estás a gusto. - Respondió con una sonrisa.
La señora, arropada por sus amigas, lo miró con prepotencia y con el gesto torcido le deseó suerte y con total soberbia de dio dos besos. Él, que ya se olía la situación, mantuvo la compostura en vez de contestar una grosería.
Mientras, Sebastián lo escuchaba todo desde la primera fila de bancos. Estaba desanimado por el comportamiento de sus vecinas; tampoco esperaba mucho más de ellas, se acercó a hablar con él. Quería animarlo  y conocerlo. Dijo que después de la eucaristía tenía que ir a casa del antiguo cura. Ahora iba a vivir allí, ayudar por el pueblo como él lo hacía y cuidar de sus animales.
Aurora después de aguantar el sermón en la última fila pensando en sus cosas salió para esperar a su marido y subir juntos a su cabaña. Otra semana que pasaba, ya llegará otra y volverán a volverse las caras en el momento del culto a los dioses.
Volvían y el sol estaba en todo lo alto. Era la una de la tarde y era hora de comer. El aroma de la montaña era extraño, algo fuera de lo común. Pero la pareja avanzaba por el sendero que estaba desgastado de tanto caminar. Sin zarzas, ni malas hierbas, solo tierra seca y pequeñas piedras; como una vida de calma.
Llegaron a su casa. La entrada estaba llena de hojarasca, una bandada de mariposas huyeron; habían llegado los inquilinos. Mientras Aurora entró en casa para colgar su chaquetón y Sebastián fue a controlar su parcela. Todos queremos admirar nuestra posesión, ver cómo se pudre y cómo intentamos evitarlo.


Ya entraba la noche cuando Daniel; el nuevo cura, subía la colina para quedar con Sebastián para hablar. Quería enseñarle un poco el pueblo y enseñarle los horarios para cuidar el ganado del que había quedado encargado. Él atendía y Sebastián hablaba con un chorro de voz que a veces se quebraba entre tantos recuerdos vividos entre montañas, nubes y animales. Se acercaba Aurora, ya estaba anocheciendo y la cena ya estaba lista; pero podía esperar. Las palabras, todo lo aprendido y lo transmisible mediante los sentimientos flotaba entre ellos. Los tres, machacados por la brisa y bañados por el sol, suspiraron relajados.
Entraba octubre, aún seguía el aura de calma sobre ellos. Bajaban al pueblo todos los domingos, Daniel subía cada vez menos días; se empezaba a manejar bien con sus tareas del ganado y su caserío. Parecía que todo se estaba poniendo en su sitio. Además en el pueblo empezaban las fiestas y el ambiente que se apreciaba desde la ventana amenizaba las tardes de la pareja; cada vez estaban más alejados de sus vecinos. Se estaban haciendo mayores.
Noche. Todo era oscuro. No había nada en el valle que iluminara más que un palmo por delante; pequeños candiles a la puerta de las casas y las cuadras. De la sombra y la pausa brotaron pasos acelerados, ramas que crujían y una respiración acelerada. Era Daniel, estaba picando la puerta.
- He oído ruidos raros en el corral y salí corriendo a ver qué pasaba. Ahora me faltan dos piezas; dos corderos. Ayúdame a buscarlos, Sebastián, tú conoces bien este terreno. - Rogó preocupado.
- Vale, dame un segundo. - Respondió con templanza aún siendo altas horas de la noche. - Coge la lámpara de la puerta de atrás y vamos a buscarlos
Caminaron durante horas por toda la montaña, el cansancio machacaba y el sudor, mezclado con el viento helado de la noche, se tornó frío. El ambiente era hostil. De entre la calma y la prudencia de la noche brotó un halcón de unos árboles. Revolvió las hojas, hizo que otras cayeran, el ruido fue estrepitoso y ambos se asustaron, vieron al halcón posarse majestuosos sobre una rama mientras era iluminado por la luna. Dibujó su figura unos instantes, los rayos de luz marcaron su plumaje y voló hacia la noche. Ellos se quedaron en tierra, estaban a punto de dejarlo, pero solo el pensamiento de no volver a ver a sus animales le dolía, así que instó a Sebastián a continuar un momento más. 
Aurora sintió la mano de la noche, la cama vacía y la ventana golpeando; la habían dejado abierta y no paraba de crujir. Se puso la bata; desvelada ya, y las zapatillas. Cogió la otra lamparilla del cuarto trasero y salió a la puerta de casa a buscar entre el monte alguna luz; algún rastro de ellos. Vio al halcón en lo alto del cielo, rodeando la luna, acariciándola. Qué calma.
Mientras, ellos veían como la vela de su lámpara se estaba acabando. El reflejo de la luz tenue denotó nada más que preocupación y cansancio. Se escuchaba algo a lo lejos, con un compas claro y constante. Cada vez más intenso. Antes de que pudieran taparse o escudarse un lobo saltó desde un pequeño muro de piedra tapado con unas zarzas. Se abalanzó  sobre Daniel, que en un intento de tratar de salvar la vida, agarró a Sebastián y ambos se despeñaron. La vela, apagada. La lámpara, rota. El lobo, asustado. Daniel, muerto. Sebastián, muerto.
El ruido recorrió el bosque, el lobo huyó con cristales de la lámpara clavados en la pata y Aurora sintió que algo había ocurrido. Ella salió corriendo hacia ellos. Tras recorrer miles de caminos a ciegas, sentir la humedad de los arboles, el ruido del arroyo que atravesaba el bosque, el roce de sus hojas, el olor de los frutos, el trasiego de animalillos nocturnos, llegó al precipicio desde donde cayeron ambos. Esos sensaciones no eran nuevas; ya las conocía, no conocía aún la angustia y la tensión; capaces de transformar todas esas sensaciones en una espera infernal. Ahí estaba todo: la lámpara rota, manchas de sangre y surco por donde habían caído los cuerpos de Daniel y Sebastián. Desde arriba pudo ver dos siluetas encajadas entre piedras y decidió bajar. Se agachó y bajó arrastrándose por toda la ladera. Brotaron lágrimas de sus ojos al divisar cada vez de forma más clara dos cuerpos. Al incorporarse; ya en el fin de la cuesta, corrió hacia ellos. Su sorpresa fue terrible, un cuerpo totalmente desfigurado y uno intacto. Daniel, que había sido atacado, tenía todo el rostro lleno de sangre y carne colgando y tenía dos grandes heridas, tanto del cuello como del pecho. Sebastián parecía una figura de cera. Su semblante era tranquilizador, su mirada era fija y su cuerpo tenía un brillo aterrador. Aurora lo agarró y lo intentó levantar. Pesaba mucho, realmente estaba muerto. ¿Por qué tenía ese color y ese aspecto? ¿Por qué tenía el cuerpo intacto? Los dejó allí para ir a su casa a por unas cuerdas y algo para transportarlos; no podía dejarlos mucho más tiempo allí. 
Agarró unas cuerdas, unas tablas de madera, unas tiras de tela, unos guantes y otra lámpara. No se demoró más y fue al encuentro de los cuerpos. Al regresar los cuerpos seguían ahí. El cadáver de Daniel era acosado por moscas y más insectos, el de Sebastián solo se dignaba a emitir luz. Aurora preparó el artilugio y empezó a mover los cuerpos. A mitad de trayecto el cuerpo de Sebastián se soltó, ella se dio cuenta de que ambos cadáveres estaban destrozados. Era mucho el recorrido por el que estaban siendo arrastrados. Sus espaldas estaban arañadas, llenas de cortes, con piedras clavadas y las ropas rasgadas. Aurora no podía más, estaba exhausta. Ver el cuerpo de su marido tirado en el suelo del valle donde creció; el suelo que con tanta energía piso, y ahora se lo estaba comiendo hizo que la pena se tornara furia. Volvió a colocar ambos cuerpos en el soporte y los llevó a casa entre gritos, lamentos y sudor. 
Desde el pueblo se divisaba unos puntos que alumbraban a su paso, que hacían ruido y recorrían toda la montaña.
Faltaba poco tiempo para ver salir el sol. Los rayos de otoño. Aurora metió ambos cuerpos en su casa y se derrumbó de cansancio y dolor. Los vecinos se despertaron y vieron que había un rastro de sangre que pintaba la montaña. Rápidamente se presentaron en casa de Sebastián y Aurora, llamaron a la puerta, la aporrearon, Aurora lloraba dentro, intentaron tirarla abajo, pero el alarido que emitió ella hizo ver a los vecinos que debían parar y dejarlo así.
Por la tarde las lágrimas de Aurora se habían secado y habían dejado huella en sus mejillas, sus ojos tenían las pestañas pegadas y un color rojizo; parecido al cielo de verano que bañaba las tardes de caricias con su marido que ahora brillaba en el suelo de la casa. Estaba sola y rota. Pasó todo el tiempo hasta el atardecer haciendo fosas para ambos. Cuando el sol se escondía y tuvo que ir a por la lámpara para seguir trabajando, volvió a ver las caras de ambos. La cara de Daniel estaba completamente desfigurada, ya había bichillos comiéndose su carne muerta, ya empezaba a oler la casa mal. Entretanto, tanto la cara como el cuerpo de Sebastián seguían brillantes; embalsamado, y sus heridas expulsaban flujos tan densos y nítidos que Aurora vio reflejada su cara ahí. Estaba mentalmente cansada y se fue a la cama. 

"El paisaje es admirable. Aunque cambia."
Parte II: por terminar


Zar Alberto

domingo, 26 de abril de 2015

XLV.

Las paredes arropaban, las cortinas hacían que la luz de la habitación sea cada vez más tenue y cálida. Las estanterías atestadas de polvo y fotos hacían ver que no había mucho movimiento en la casa. Y cierto era. Nuestro protagonista no se apartaba de su silla de escritorio; donde permanecía postrado escribiendo durante las largas horas de las tardes de noviembre.
Un péndulo marcaba los tiempos. En su cara se hacía notar el cansancio de la noche; la madrugada le cerraba los parpados y ya llevaba varios días despierto a esas horas.
Tomó otro trago de agua y le pegó otro bocado a la manzana. Miró al reloj. Al ver el último bamboleo del péndulo y su habitación reflejada en la esfera dorada, vio que ya había pasado un año. 'Otro', pensó. Eran las dos de la mañana del 27 de noviembre de 1996; el día de su cumpleaños. 
La noche era tranquila, por la ventana entraba algo de viento y el ruido de la ciudad. Se respiraba cierta paz. Las hojas pintadas de su regazo volaron de súbito. Sonaba el teléfono. Pasó tiempo hasta decidir ir a contestarlo. Incluso un minuto. Harto de que sonara ya esa irritante melodía; muy a su pesar, se levantó para ver cuál era el propósito de una llamada tan tardía. Al levantarse el polvo que aculaba en su ropa, en la silla y en las estanterías empezó a esparcirse por la habitación. Cuán bello espectáculo de dejadez y desorden; la elegancia del caos.
Las partículas de polvo recorrían la habitación dirigiéndose con él hasta el salón donde estaba el teléfono. La luz tenue de la noche perforando el apartamento, la fría brisa y una melodía que de tanto sonar era agradable, le hizo parar a observar el espectáculo. Tomó aire y contempló tranquilo el panorama; como si nada más pasara.
Habían pasado cinco minutos, pero el teléfono seguía sonando incesante. Enfadado lo descolgó y preguntó. '¿Quién es? ¿Quién narices molesta a estas horas?'. Sonó una voz rara que le inquietó y aunque pareciera muy tranquilo en su apartamento disfrutando de la madrugada y nada pareciera sacarlo de ahí, algo debió escuchar a través del teléfono que le hizo prepararse para bajar a la calle.
Vistió sus pies descalzos con unas alpargatas, se ató bien la bata y apuntó en un trozo de papel las indicaciones que le dio la sinuosa voz de la llamada. 
Bajó a la parada de autobús. Leyó con atención lo que tenía en la nota. 'Coger el autobús 5 a las 2:27'. Sorprendentemente pasaban más autobuses de los que él esperaba. Nunca había tenido la necesidad de coger uno tan tarde. Es más, el reflejo de los focos de los coches, los carteles luminosos, el bramar de los camiones y la actividad de la noche, hicieron de su espera algo incomodo y hostil. 
Vio llegar un autobús, pareciera ser de línea, pero venía pintado en otro color. Rehuyó entrar en el, pero una mirada del conductor lo suscitó a entrar. Justo cuando ya estaba dentro, cuando habían pasado tres minutos empezó a analizar lo ocurrido. Por qué no había meditado nada, por qué había subido, qué hacía ahí, adónde le iba a llevar. Pensó en bajarse cuando sonó una música que lo apaciguó. El autobús se detuvo. Él, ajeno a todo, siguió observando la ciudad desde el cristal. 
Llegó un momento en el que la música alcanzó un volumen insoportable. En cierto modo le encantaba, era una de sus canciones favoritas. Pero hubo un punto en el que se le hizo muy pesada la melodía. Al punto, se escuchó el llanto de un niño. La música paró y dejó un pitido en los oídos que difícilmente se iba a ir. Buscó con la mirada por todo el autobús el niño llorando pero no encontró nada. Solo vio dos hombres con gorro y una chaqueta. Los colores que les vestían estaban intercambiados; gris-rojo-blanco, por blanco-rojo-gris.
Tras observar a esos dos individuos, el nerviosismo aumentó, el llanto seguía golpeando con fuerza y el ambiente dentro del autobús se hacía más tenso. El vehículo entró en un túnel y todo se vistió de negro. Cuando las luces naranjas de la carretera golpean la escena pudo distinguir como, en la oscuridad, los dos extraños se intercambiaban los sitios de una manera ágil y rápida. Dejando estelas de luz y sus caras dibujadas por unos instantes en los destellos de luz; cosa que le incomodaba mucho. Se volvió a escuchar el llanto. El autobús salió del túnel. Incomprensiblemente todas las ventanas que antes eran cristales que daban a la ciudad, ahora era espejos. Al ver el reflejo de su cara machacada por la madrugada sin dormir y todo lo que estaba sucediendo, dio un grito de desesperación.
El niño dejó de llorar, aquellos hombres de sombrero y chaqueta amplia permanecieron impasibles en sus asientos y las luces blancas del autobús volvieron a brillar. Todo parecía volver a su estado natural. Pero él permanecía en un estado entre el sueño y el delirio. Con los ojos cerrados y fuertemente apretados; como si fuera un niño que no quiere ver más de lo que ha visto, con la barbilla en el pecho y las manos llenas de trocitos del papel que le hizo llegar hasta este autobús.
El tiempo se aceleró como si los segundos pasaran seis veces más rápido de lo normal. Lo que hizo que solo pudiera ver pequeñas imágenes que se difuminan y se perdían. Sin embargo los movimientos reales los dirigían los dos hombres de sombrero; después de haber caído rendido en el autobús, éste paró y ambos le cogieron y le bajaron del autobús.
Mientras que era arrastrado por unas calles a las afueras de la ciudad, el atosigante ritmo frenético de las luces y el ruido de los coches le despertaron y pudo ver dos grandes sombreros y una dualidad de colores; rojo-gris, que le recordaron al episodio del autobús y volvió a marearse.
Una nave industrial pintada de blanco y rojo fue lo primero que vio. Los dos hombres que lo llevaron hasta allí se apartaron de él. Se cayó y vio cómo ante él se abrieron dos portones. Tomó aire asustado, pero rápidamente los mismos hombres lo empujaron dentro de la nave.
Todo estaba bañado por la oscuridad. No se veía ni escuchaba nada. Él permaneció de pie, no sabía dónde se encontraba ni qué estaba pasando. No notaba ni frió ni calor, solo su latido acelerado. No se atrevía a mover un musculo y mucho menos a articular una palabra.
De repente se encendieron las luces. Sus ojos se cerraron de golpe y su corazón se aceleró más. Tras unos intentos de abrir los ojos, finalmente pudo ver lo que le rodeaba. Estaba en el centro de una inmensa habitación roja. En el centro había un libro colocado en un taburete; esto por contra era azul. El suelo y las paredes tenían un color fuerte y denso. Parecía un telón. No supo verificar de qué material estaba hecho -el suelo se le antojaba muy lejos-. A tientas avanzó. Con mucho cuidado, vigilando cada paso y todo lo que pasaba alrededor. La habitación continuaba igual y el libro estaba más cerca. Cuando estaba apunto de alcanzar el libro, las luces se apagaron. Su respiración se cortó. Una luz intermitente marcó el paso de rojo a verde. Con la luz verde y el miedo en el cuerpo avanzó hacía un foco que cubría una parte de la enorme sala de negro. A medida que se acercaba a la luz negra volvía a sonar el llanto de niño que tanto le molestaba en el autobús. No pudo soportarlo y cayó al suelo. Tocó el suelo y vio que estaba frío y era una superficie lisa. Aún no divisaba paredes, quedaban muy lejos; lo que le daba una sensación horrible de vulnerabilidad. La luz negra avanzaba otra vez, engullendo el verde de la habitación. Se quedó a oscuras. Completamente. Hasta su ser se había apagado. No podía pensar en nada. Todo lo que veía le dolía y se esfumaba. No podía avanzar, pues le causaba dolor. Y quedarse quieto no pareció una opción.
Empezó a andar para ver si la sala cambiaba de color alguna otra vez; odiaba no ver nada. A medida que avanzaba los colores cambiaban a mayor velocidad; y cada vez más llamativos. Realmente sentía miedo de todo lo que ocurría en esa sala, pero quería recorrer todo lo que pudiera. En un momento se vio despojado de su ropa, pero su enajenación era tal que ni eso le detuvo.

La luz volvió a apagarse. No sabía si era aleatorio o por diversión. Pero ahora oía pasos. Estaba incómodo. Los hombres del sombrero lo agarraron y lo sentaron. La habitación se tornó en una reunión. Todo oscilaba entre blanco y morado. Decenas de señores con gorros y batas debatían alrededor suyo. Él miraba a todos aterrizado y con una gran preocupación. No entendía nada. Lo ataron y lo inmovilizaron. Le colocaron una especie de casco de trapo que le cubría la cabeza y parte de la cara. Sintió frío y un dolor punzante que se clavaba en sus sienes. Al quitarle el casco y soltarlo, se tocó la cabeza en busca de sangre. Sus manos se cubrieron de sangre que no paraba de brotar, pero el dolor parecía algo interno. En los momentos en los que no cerraba los ojos como gesto de dolor, veía cómo se vaciaba la sala. Buscó la puerta por la que aquellos hombres salían. Tumbado y dolorido en el suelo; que ahora estaba decorado con puntos verdes y naranjas, esperó a que todo el mundo abandonara la sala para que le dejaran investigar. 
Marcó con un círculo sangre su posición y su camino con rayas. Empezó a caminar hacia la salida que divisó antes. La encontró, abrió la puerta y vio que daba a un pasillo blanco y estrecho; para dos personas como mucho.
Caminó por los pasillos, oía voces y las esquivaba, no quería que le vieran. Las luces y los focos le alteraban y más un continuo devenir de pitidos. Entró en un salón. Ahora todas las estancias parecían más tranquilas. No había nadie, pero el murmurar continuaba. Se apagaron las luces de nuevo. Ya se sentía ofendido por tanta interrupción. Despertó en un sillón de terciopelo morado y se le entregaron una chaqueta amplia y un sombrero. Con cara extraña lo miró y comprobó que eran las mismas prendas que las suyas. Le colocaron toda la ropa y la sala volvió a tornar su color. Un cuadrado naranja, un fondo verde y él en el centro. Comprendió que todo era por en su favor.
Como uno más caminaba por los angostos pasillos, disfrutando de la misteriosa atmósfera que se cernía sobre cada una de las habitaciones. Al llegar el día de la ceremonia oficial de su admisión -aún no sabe de qué- le dieron la oportunidad de pedir un deseo. Recordó que había pasado mucho tiempo allí. Su barba y su cabello era mucho más largo y denso y sus arrugas estaban más pronunciadas debido al estrés y el terror de haber estado tanto tiempo con incertidumbre. Él pidió oler una flor. Solo eso.
Pasó el mediodía intentando ver qué es a lo que había accedido. Se dio cuenta de que todo el dolor de cabeza y aquellos sonidos extraños habían sido asimilados. Como si se hubieran fundido entre la rutina y la monotonía de no oír ni siquiera un pájaro en todo el tiempo que llevaba ahí. Estaba atrapado entre paredes de vidrio que cambiaban de color y ahí vio que los que más tiempo llevaban allí; por su aspecto, se alimentaban a base del color que emitían la sala. Sus caras cambiaban de tonalidad y su gesto no paraba de cambiar; y eso le extrañaba mucho, aún no comprendía nada.
Al llegar la noche y la ceremonia, una habitación se dispuso de mesas colocadas en forma radial al foco de luz naranja. De súbito unos pasos hicieron que los huéspedes hicieran hueco a un hombre de sombrero que portaba con el una flor mustia en la mano. El gesto se le torció pero cuando olió la flor con detenimiento y los ojos cerrados para no observar sus podridas hojas, percibió que era un olor que le empapó hasta el punto de ser lo mejor que nunca había experimentado. Era la belleza de lo triste.
Cuando ya hubo cumplido su deseo se le hizo entrega de un mando con un pulsador. Él lo miró extrañado, tenía un cristal tapando el botón. 'Debes cumplir con tu deber y mantener el rito'. Nadie le dijo qué rito era.  Los días se sucedían y él campaba a sus anchas cómodo por las galerías de salas. Le parecía hasta bonito el continuo cambio de colores. Daban vida a esa cárcel sin ventanas. Tras haber pasado decenas de veces por un pasillo donde los colores habían cambiado se fijo de que una de las puerta no cambiaba nunca de color. Permanecía siempre amarilla; al contrario que las demás que se camuflaban perfectamente. La abrió y divisó una gran cantidad de filas llenas de operadoras de teléfono. En la pared estaba dibujado 'cuarenta y cinco' en números romanos. Escuchó una voz y se le paró el corazón. Era la misma voz, el mismo mensaje y el mismo tono que escuchó aquella noche del 27 de noviembre de 1996; el día de su cumpleaños. Fue corriendo donde él gritando. '¡Mira mi barba, mi angustia, mira mis ojos, mi sombrero! Es todo culpa tuya, ¿no?'. Una sonrisa burlona salió de aquel rostro anciano. Y su voz quebradiza respondió firme. 'Es causa del tiempo, no lo manejo yo'. Cerraron la puerta, colgaron sus atuendos y hablaron de la situación. El dolor que había sentido era la intromisión de un sabio en su cabeza. Te extraen tus pensamientos, los guardan para ellos y analizan los cada detalle, después te quedas vacío, te aclimatas aquí y continúas el rito. De su cara nació un sentimiento de preocupación terrible.
Salió de aquella habitación y vio a los sabios meditar, están analizando pensamientos. Algunos tenían suerte y lo que veían eran cosas bellas y agradables. Otros estaban sumidos en mentes asesinas llenas de imágenes que hacían al sabio retorcerse de sufrimiento y dolor ajeno. Fue en ese momento donde vio a uno de ellos desvanecerse ante él. Con sangre saliendo de sus oídos y el cuerpo agarrotado. Sintió un pánico tan extremo que no pudo ni ayudarlo, solo pudo sucumbir a la escena y caer desmayado.
El sonido de un autobús y un portón enorme hicieron que volviera a incorporarse, aunque fuera a duras penas. Mientras que todos los señores de sombrero lo rodeaban, él los miraba con cara de circunstancias. Se escuchaban gritos y lamentos en una de las salas. De repente, todos aquellos hombres corrieron había una habitación. A él también lo llevaron. Fue colocado en el centro. Y el sujeto que había entrado en aquella nave fue inmovilizado. Tal y como hicieron con él. Sintió terror. Miró a su alrededor. A todos los sabios que contemplaban el rito mesando sus barbas y acariciando sus cabellos con aires de grandeza y soberbia. Al ver el terror del sujeto atado. El pulso le tembló, pero no dudó en romper el cristal y apretar el botón.
Sintió un escalofrió helado. Se paró el tiempo. El escalofrío ascendió por todo el cuerpo hasta llegar a la sien. Miró el círculo de sangre que todavía permanecía ahí y su cabeza estalló. '¡Clap!'
Todos los señores de sombrero aplaudieron, el sujeto lloró; había sido salpicado por con sangre y trozos de cráneo. El clima de la sala era cuánto menos insólito. El llanto y el más espectacular frenesí. Rápidamente unos hombres terminaron el trabajo de nuestro protagonista. Colocaron en la sien del aquel sujeto el mismo mecanismo de rendición que le mató haciendo reventar su cabeza. Era otro más que entraba en el rito. ¿Lo haría continuar? ¿Sería capaz? Hay veces que se está destinado a algo y no sabes si estarás a la altura.

Zar Alberto

domingo, 19 de abril de 2015

Cadenas.

"Que se rompan las cadenas y se recojan del suelo con la mano firme. 
Que su oxido se alce hasta el punto de que reluzca haciendo visible la victoria. 
Que se rompan las cadenas y se sostengan rotas al viento con el puño cerrado.
Que rompan las cadenas quienes posean un pulso frío y un corazón de latido incesante.
Porque no puede haber cadena que frene su cuerpo.
Se ha de obrar justicia y sacar todo el odio que el roce del acero ha causado en el corazón.
Porque hay heridas que nunca se debieron abrir.
Y solo se curan con manchas de sangre sobre quienes crearon ampollas.
Porque las cadenas nos pesaron, no nos dejaron avanzar.
La rabia contenida hasta el momento de despojarnos nos llenó de dolor.
Que las caras de los despojados de la libertad se llenen de lagrimas. 
Que sientan ansiedad por no estar libres y no cesen en su intento.
No vale con tirar del acero.
No vale con tener las manos calientes e intentar moldearlo.
No vale con ensanchar el eslabón.
Porque solo se conseguirá que el que las puso vea que se van a romper. 
Y créeme que las apretará de nuevo.
Y con más fuerza.
Y habrá más heridas, más anhelo de libertad y más llanto.
La decisión tiene que ser meditada pero eficaz.


Las manos quedarán doloridas tras el trabajo.
Tras arrancar las propias habrás de ayudar al vecino.
En ese momento la justicia se expandirá como la niebla.
Las cadenas que estaban primero en las manos volarán.
Pero como mero signo de provocación y liberación.
Que al caer los ahora hombres libres las agiten.
Que sus sonidos despierten a todos.
Que un olor de óxido inunde a todos, incluso a quién las puso.
Que la agitación recorra por los cuerpos de los liberados.
Que el entusiasmo de divisar la libertad lleve al ataque.
Que sean los que forjaron las cadenas,
los que apretaron las cadenas, 
los que las sufran.
Que sus cuellos queden sonrosados.
Que sus pies acaben morados.
Que les salpique su actitud.
Que el corazón del saqueado sea quien vea a la victima postrada.
Porque hay que sentir para hacer sentir. 
Desde el odio hasta la alegría.
Y el odio que han sentido aquellos que llevaban las cadenas no se puede sepultar bajo tierra.
Se tiene que propagar. 
Y que los llantos que las cadenas llevan en cada palmo de acero lleve grabado la miseria del cuerpo atado.

El ruido de las cadenas me ha hecho levantar de mi cama en la madrugada para manchar con tinta mi cuaderno y escribir esto. 
Suena mi cadena; aunque es de seda, pero es cadena."

Zar Alberto (Febrero, 2015)

martes, 31 de marzo de 2015

Radiactiva Tristeza.

Desde la Bulgaria más fría y dura nuestro compañero Gavrail veía como uno de los vecinos de su bloque de edificios quitaba la nieve para permitir que toda su familia trajera a casa la compra y a su enferma abuela que volvía de buscar asilo en Razgrad -la capital-.
Sus padres no estaban, marcharon con su hermano para reunirse con su tutor; al parecer era un chico con unas capacidades muy notables, se estaban planteando cambiarle de centro -a uno de esos de educación especial para jóvenes que sirvan en las expediciones interestelares soviéticas-. Realmente Aleksandar estaba interesado y entusiasmado.
Mientras él estaba en su jrushchovka castigando el frió con los textos que su amigo de Rumanía le dejó cuando se mudó con toda su familia a aquella ciudad del norte de uno de los parajes más desolados que ha tenido el placer de conocer. Pasó las primeras horas del día con Kafka, Nietzsche y Kant. Cada página que leía le hacía recordar todas aquellas historias que le contaba Petre a las orillas del Danubio. En aquellos días azotaban las tardes de sol y de amigos las malas rachas de hambre y dolor, más ahora en un edificio en el cual no había vía de escape más que lectura y onirismo no había nada con lo que azotar el hastío del frío y la soledad.

domingo, 22 de marzo de 2015

Hogar sin paredes. (III)

Todas las hojas que antes bailaban en el techo del bosque cayeron. Yo estaba completamente cubierto de hojas, aún seguía dormido. Su cálido tacto me acariciaba la piel; hacía mucho tiempo que no sentía el contacto humano.
La mañana pasaba; calculaba que fueran las once, pero yo seguía ahí tirado. Mis parpados eran pesados y mis ojos se cerraban como si todavía no fuese hora de levantarme.

Volví a quedarme dormido finalmente; la noche anterior había sido realmente frenética y necesitaba descanso. 
Un ruido recorría todas las montañas. Penetró en mis sueños y me hizo despertar de súbito. Sentí miedo y mi piel se erizó cuando descubrí que esa voz continuaba sonando en la realidad; por todo el valle.

Las nubes taparon el sol y todo el paisaje se volvió grisáceo y sucio. Y yo empecé a patear senderos en busca de una meta que, entre tanta locura y agitación, casi había olvidado; alcanzar el horizonte.

Todos los arboles parecían gigantes y los ruidos de los animales, fantasmas que arrastraban largas cadenas. Los caminos de tierra se volvían más angostos y peligrosos; parecía que era de los pocos que habían pasado por aquí. Los senderos, los arboles, el cielo gris y el frenesí de los animales me indicaban que estaba cerca. 
Pero cómo podría alcanzarlo ahora que estaba tan cerca. Apenas veía un palmo por arriba de mí. El horizonte estaba ahí; tan próximo como inaccesible. 

Entre tanta posibilidad, entre tanta elección, entre tantos arboles, entre tantas pocas soluciones y un cielo que lejos de gris se tornaba ya negro, volví a caer rendido. Otra vez más la presión me pudo y perdí la consciencia.

Volvió ese mismo ruido. Más intensamente. Esa misma voz. No iba a perder la oportunidad de saber cuál era el foco de mi malestar. Así que tan rápido como volví a escuchar su voz corrí hacía ella. Ahora cegado por la rabia, me importaron poco los arboles, los senderos, la oscuridad de la noche y el no conocer dónde estaba.

Sus alaridos eran furiosos, lo sentía cerca. Paré a tomar aire - había estado subiendo la montaña -, además de escuchar esa misma voz, pude distinguir ladridos de perro. Sabía que no podrían andar muy lejos.
Volví a correr desaforadamente y mi sorpresa llegó cuando de las sombras del bosque salieron cuatro perros y un pastor que los alentaba detrás de unos eucaliptos. 

Creí que iba a morir a manos de esas fieras. La situación era realmente kafkiana. Yo; que no había tenido un día fácil y tranquilo, acababa el día tirado en el suelo con cuatro perros empujándome, arrastrándome por el suelo, hiriéndome y mordisqueándome, y no muy lejos de una escena, un pastor aparentemente anciano que los hablaba en un idioma extraño. Estaba riéndose y llamándoles para ver qué sacaban de mí. En cuanto el emitió un ruido idéntico a los que oí anteriormente lloré de la emoción. Ya no me importaba estar ahí tirado. Era lo que estaba buscando; quizá lo imaginaba de otra forma, pero era lo que pretendía. Los perros me rodeaban, el amo reía y con un ánimo inusitado los llamó para abrazarlos. 
Ya me habían dejado en paz. Mis ropas estaban rotas y rasgadas. Tenía el cuerpo lleno de babas, mordiscos y arañazos. El hombro me sangraba y yo tenía frío. Rápidamente se hizo de noche ya y lo único que podía ver ahora eran las sombras de los perros del pastor iluminados por el candil que el mismo llevaba. Era algo que, lejos de aterrarme, me encantaba. Sabía que eso; que se me escapaba de las manos, tenía que significar algo.


Por la mañana me levanté con un techo encima de mi cabeza; cosa que hace tres días que no veía. Me incorporé y vi a una mujer haciendo la comida. Tenía apariencia humana. Aunque me pareciera algo usual, no debía dar por hecho nada de lo que veía.
Me hizo una seña y yo deduje que tenía que ir a hablar con su marido; el pastor que me recogió ayer.
Corrí por aquel prado emocionado. Ese paisaje me sonaba, ese suelo anaranjado, esos arbustos, los animales y sus cuevas, los pájaros,... todo apuntaba a que había llegado. 
El pastor estaba sobre una piedra mirando el centro del valle, mientras vigilaba a sus perros. Esas bestias se peleaban hasta que el gritaba; ese era el ruido que consiguió alterarme. Sus voces consiguieron que aquellos perros parasen, lo localizaran y fuesen donde él. Ellos sabían que no les llamaba en vano.
Yo me quedé ausente asimilando lo que veía. Un señor que había domado completamente a las mismas bestias que podrían haberme matado, una mujer que hacía sus labores en aquella tejavana y todo el valle admirado desde arriba.
Nuestro lenguaje era diferente, pero con el tiempo nos entendimos. Les comenté que yo buscaba este lugar por curiosidad. Pero ellos parecieron saberlo. La mujer me dijo: "Fue bonito ver todo el pueblo iluminado cuando aquellos seres fueron a buscarte, hacía mucho tiempo que no había otra cosa más que la bóveda celeste para amenizar la noche".

Aquel hombre sabía que buscaba la cima, por eso vino a por mí. Me gané su confianza, me enseñó lo que sabía y supe dominar a aquellas fieras. Comencé a aprovechar toda la magia de la cima. 
Todas las mañanas ayudaba a la mujer con la huerta y por la tarde caminaba mientras hablaba con el pastor. 

Tenía tiempo para dedicarse a otras cosas, me comentó que sus ovejas estaban asustadas desde hace tiempo porque a ellos también  les habían visitado los seres de fuego y luz. Eran algo que nunca habían visto, ni las ovejas ni nadie, de ahí que se asustaran.

Reunidos por la noche, dijeron que aquellos seres eran los chicos que vivían en el pueblo del otro lado de la montaña. Habían subido a pedir socorro después del incendio que arrasó todas sus casas, cuando la tormenta de nieve les empapó mantuvo el fuego vivo dentro de su pecho, las heridas abiertas y la esencia humana alterada.

Los elementos transformaron sus cuerpos, ya no eran personas. Ellos también me contaron que las nevadas y los contrastes de luz que sucedían en esa montaña los habían cambiado. Eran dos personas nuevas, casi alejados del término humano. Vivían alejados de todo sentimiento. Y yo aprendí a vivir así. Era lo que había ansiado y lo que anduve buscando todo el tiempo desde la montaña.

Los días se sucedían. Observé todo lo que comentaban, las puestas de sol, las luces del cielo sobre el suelo, las sombras de los arboles, las lluvias, sus actividades, sus perros... y realmente cambié.

Había creado una dependencia tal que no pude soportar regresar a casa. La noche anterior la pasé durmiendo en aquella tranquila cima, despreocupado y admirando al cielo mientras no pudiera conciliar el sueño.

Por la mañana me levanté en mi cama. En la cama que me pertenecía. La cama de mi hogar. Desde el que admiraba la cima. Rompí a llorar. No podía imaginar que hubiera vuelto. Me había alejado de ese lugar.

Sentado sobre los columpios como un muñeco roto comprendí que no era yo quien había bajado, me habían traído ellos. Mi desesperación fue tal que maldije su vida; no sabía quienes eran realmente, solo sabía que quería ser parte de ellos. No podía hablar, corrí por todo el pueblo buscando las zonas donde siempre contemplaba el paisaje y los intentaba llamar, pero no podía. 

Asimilé el dolor cuando vi mi rostro en el espejo. Lleno de arrugas, ya no parecía humano. Toqué mi cara y de mis ojos brotó una lágrima a la vez que un alarido. No era lenguaje humano. Era parte de ellos, pero ahora era su hijo huérfano. 

Habían conseguido que abandonara mi condición de humano. Esa cima había causado un efecto irreparable sobre mí. Era parte suya. Me pasé tres meses buscando una subida posible a la cima, pero comprendí que solo ellos podrían subir y bajar a quienes quisiera. Como unos tiranos de su condición. 

Aún sigo tirado por los tejados. La cima me trae recuerdos muy bellos de lo que fui. Sus ropas viejas, los colores que teñían el cielo, aquellos perros, su casa y su lenguaje. Intento volver a ser quien era antes; seco mis heridas, hidrato mi piel e vuelvo a hablar mi lenguaje. 

Veo a mi madre acercarse en coche, hace mucho tiempo que no la veo y creo que es hora de ir de árbol en árbol hasta mi casa; además ya está anocheciendo. 

Aún sigo escuchando las voces del pastor correr por el valle, los ladridos de los perros aterrorizando a los animales e incluso veo luces corriendo por el pueblo. Eso es lo que fui. Luces y voces.

Parte I: Introducción.
Parte II: Los entes.

Zar Alberto