El aula estaba
plagado de moscas y estaba sintiendo como se posaba cada una en mi espalda
mientras estaba girado escuchando lo que decía mi compañero. El ambiente era
terrible. La luz era tan clara que asfixiaba y todo estaba completamente
empapado de agua que habían usado los de la clase de química para sus
experimentos.
Las mesas;
largas piezas de madera, eran testigo del agobio de cada uno de nosotros, los
profesores miraban desde el pasillo con un gesto de no saber qué nos estaba
pasando realmente. Dentro el ambiente era de crispación, aunque solo quedaban
doce minutos para que sonara el timbre; los más angustiosos de mi vida.
Las moscas
fallecían encima de las mesas y en el suelo, tal vez no fuera agua. Mejor ni
tocarlo, pensé. Por nuestras cabezas volaban con aires de auxilio las últimas
que quedaban vivas, era realmente aterrador. El profesor, que estaba corrigiendo
exámenes en silencio mientras nosotros teníamos tarea pendiente, no vio como
decenas de moscas temerosas fueron a parar a él. En el momento en el que quiso
darse cuenta de que tenía esos asquerosos bichos en sus gafas y en sus ojos. Sonó el timbre y
toda la clase se vació. Nadie aguantaba más; ni siquiera las moscas. La rápida
huida se convirtió en un desfile de bestias que chapoteaban y pisoteaban
cadáveres de moscas para llegar a la salida en busca de una luz que no los
cegase.
Fue horrible,
pero ya estaba de vuelta a casa. Fui andando por la calle que conduce a mi
barrio. Concentrado. Fijándome en cómo estaba la gente, quizá aquella clase
fuera el reflejo de algo. No lo parecía.
De repente me
crucé un autobús demasiado extraño para ser de aquí. Aquí las
cosas tienen su aspecto y su forma; son cosas de aquí, del barrio. Era un
autobús viejo, de un color verde pistacho muy feo, con dos bandas naranjas a
los lados y con la carrocería muy desgastada. Me pareció, como si fuese una
imagen fugaz, que no había conductor. Pero no, estaba agachado, ahí, olvidado y
curiosamente conduciendo desde la derecha; en la parte trasera vi unas palabras
que no entendía, y deduje que ese autobús era inglés.
¿Qué hacía un
autobús de Inglaterra en el barrio? Curiosamente eso fue lo menos
relevante. Su manera de conducir era tan busca como temeraria. Unas calles más
adelante nos volvimos a encontrar; tomé un atajo entre edificios para verlo de
cerca. El conductor miraba a la carretera desencantadamente y daba bandazos al
volante. Por toda la calle iba dejando rastro de sus imprudencias. El autobús
se movía de un lado a otro y cuando evitaba chocar con los coches aparcados en
la acera sus ruedas chirriaban tanto que el tráfico se detuvo para ver qué
hacía.
Los niños
dentro parecían calmados, viendo cómo la gente de la calle
se echaba las manos a la cabeza y sintiendo cada giro. Parecía no
importarlos, como si ya estuvieran acostumbrados a ello, como si de un paseo se
tratase.
En un momento,
un coche, que no parecía saber que había un temerario en la carretera, venía
metiendo ruido por esa misma carretera. Ambos conductores iban adelantando
a otros coches hasta que el ruido de uno alteró al del otro. Fue entonces
cuando se vieron. Y yo, haciendo equilibrios en el bordillo de la acera,
vi cómo el conductor del coche se quitó algo extraño de la cara
y dio un volantazo para evitar un choque frontal contra
el autobús. Finalmente, el coche se paró en la acera con un golpe que no
pudo evitar en la parte de las luces. Los dos hombres que iban en el interior
se miraron, sus caras mostraban la adrenalina del momento. El
conductor se volvió a poner la careta; que era lo que llevaba antes mientras
conducía, y le hizo gestos raros al copiloto para que se riera y hacer que
olvidara por un momento la tensión del momento.
Parecía que el episodio de la clase iba a ser lo más tranquilo del día. Algo pasaba en el barrio. Mientras tanto, los dos hombres salieron
del coche y se fijaron que yo los contemplaba desde la lejanía. Aún
así, vi que sus miradas se clavaban sobre mí y pude sentir cómo aquellos rostros
quemados por el alcohol, el tabaco y una forma de vida demencial me examinaban. Venían a por
mí. Y yo me encontré corriendo hacia mi casa.
Mientras yo
entraba aterrado ellos pararon a un vecino y haciendo gestos hacía mi casa e
intimidando al señor preguntaban sobre ella. Yo no entré, quería escuchar desde
la puerta qué decían. Uno no prestaba casi atención ni siquiera le hacía falta,
solo su presencia servía para infundir miedo. El otro se frotaba las manos mientras el vecino hablaba y asentía a golpe de 'perfecto' mientras escuchaba todo lo que le decía.
Yo continuaba aterrado, sabía que esos hombres iban a entrar a robar a mi casa,
lo vi en sus intenciones que sus caras no podían camuflar. El vecino me buscó con la mirada, lanzó una gesto conciliador y yo me quedé más tranquilo. Solo era un niño de 14 años,
necesitaba estar seguro y esos dos hombres no traían la seguridad
marcada en su rostro.
Un
olor fétido inundó la calle, al olor se le añadió ruido y al ruido se
sumó el vibrar del asfalto sobre nuestros pies. Todos los del barrio salieron a
la calle aterrorizados por lo que podía llegar. Los portales se abarrotaron,
los balcones se llenaron de familias estresadas por aquella ruptura de
la calma y el cielo era un circuito para las palomas que parecían no querer
perderse cómo se había roto la rutina del bario. Todo se paró y se hizo el
silencio. Por unos diez segundos el barrio esperó a ver qué era lo
que subía por la calle principal.
El delirio
llegó cuando se vieron como unos perros enormes tiraban de un vehículo oxidado
y sin ruedas. Aquellos perros se veían desde la acera como enormes fieras de
pelo largo que rugían y emitían un olor sucio e intenso. Los
vecinos se alarmaron más si cabe cuando vieron a los pilotos de aquel ruinoso
coche; uno iba sentado con un casco y unas gafas y otro en el techo gritando y
alentando a aquellos perros para que fueran más rápido. Mucha
gente impresionada por aquel espectáculo, eclipsó el
ruido de aquella mugrienta carroza transformando la calle en una danza de
persianas que se cerraban para olvidar aquel horror.
Con la calle
completamente vacía y todos los coches echados en los costados de la carretera,
se sintió otro ruido que alertó a los perros e los hizo detener. Entonces la
carroza paró y todo el barrio vio a aquellos dos energúmenos gritar a
los perros que rugieron contra ellos al ver que se acercaba un coche deportivo.
El coche no
redujo velocidad hasta que vio de pleno a los perros. Entonces el ruido del
motor hizo que los perros se extrañaran y caminaran hacia el coche. Los dueños
daban alaridos desde el vehículo pero los
perros hacían caso omiso. El conductor del deportivo dio
marcha atrás con cara de enfado y en un intento de continuar su
marcha, éste atropelló a varios. Lo que alteró más si cabe a los hombres del
vehículo que rápidamente tomaron las riendas de los perros que llenos de
ira se prepararon para atacar al coche.
Ambos
individuos tomaron respectivas carrerillas y los
vecinos íbamos a ser testigos de algo que no iba a salir para
nada bien, pero quién se iba a poder entrometer cuando la ira ciega a
la razón. Los motores rugieron, los perros ladraron ansiosos y todos los
que contemplaban en la calle corrieron a ponerse a salvo.
Por un momento
la carretera se tiñó con un humo azul oscuro y no se pudo contemplar nada del
coche. Un frenazo, gritos de lamento y furia, sonidos metálicos, de
cristales y de cadenas. La banda sonora del barrio. El humo dejó ver como el deportivo
estaba destrozado enfrente del un edificio de donde salían una mujer
y una niña acababan de instalarse en el barrio y estaban en su piso ajenas
a todo el bullicio de fuera.
Todo el mundo
se echó a la calle, para seguir el rastro del vehículo de
los perros, que iba calle arriba desprendiendo humo azul sin que nada
pudiera detenerle; ni siquiera el grupo de perros muertos en el atropello que llevaba arrastrando todo el camino.
La madre vio
que el hombre inconsciente dentro de aquel deportivo era su marido y fue
entonces cuando la niña se vio sola ante aquella tragedia y ante el
barrio que observaba el rastro del accidente. Un vacío de luz cayó sobre ella. Notaba frío, la cálida tarde de mayo se fundió y ella solo quedaba terror y oscuridad. En el asiento del copiloto tenía
su muñeca ahora rota y sintió como algo dentro de ella hubiera desaparecido.
Oía gritos
y ruidos que le aturdían, pero ninguno eran los de la calle, ni siquiera los de
su madre, que bañada en llanto la agarró y se abrazó a ella. La niña pensaba en
las cosas de su nueva casa que le iba a enseñar a su muñeca ahora rota.
Solo puedo decir con una voz llena de pánico: ¿Qué es esto? ¿Qué hemos hecho? ¿Dónde nos hemos metido?
Su ilusión se acabó, llegó al barrio.
Zar Alberto (Sueño del viernes 31 de julio, 2015)
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