domingo, 15 de marzo de 2015

Hogar sin paredes. (II)

Lo último que escuché fueron las palabras de mi madre en los ecos de un sueño. Hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie. Me era imposible, antes por lo menos caminaba por el pueblo. 
Estaba postrado en la cama, sin apenas poder moverme, mirando al techo sin nada más que hacer, a veces pensaba en el monte y sus misterios, pero el dolor y los mareos me alejan de esos pensamientos. Así todos los días.

Una noche escuché unos ruidos de fuera; eran plácidos, descompasados e inauditos. Sentí miedo, aún más cuando unas luces rojas y blancas inundaron mi cuarto. Y al ver mi rostro pálido en el reflejo del espejo pude diferenciar una silueta marcada detrás de las persianas. 
Me levanté y con mucho cuidado intenté abrirlas, y cuando lo conseguí, una bocanada de luz y calor entró en la casa.

Me estremecí en la cama mientras ellos; los tres, entraron. Entre sus ruidos, luces, calor y mi miedo, pasó largo tiempo hasta ver qué tenía delante. Tampoco supe nunca quienes eran.

De su cuerpo nació una mano que me señalaba y me incitaba a mostrarles una salida a la calle; pareciera que la casa se les quedaba pequeña para la tan maravillosa esencia que ellos guardaban. Así fue, nos reunimos en la calle.

Yo, en el centro de los tres, mientras la madrugada machacaba mis músculos, me preguntaba sobre su origen. Ellos danzaban cerca de mí, escrutándome, y yo inmóvil les seguía el juego; parecían poderosos y no quería ser su víctima. 
Rápidamente se colocaron delante mío y de sus bocas bullía un humo tan espeso que ahí dibujaron sus nombres. Y las manos de cada ser mostraron ofrendas de fuego y nieve que yo acepté. Hasta que mi piel ardió, no comprendí lo que me querían decir. 

Eran seres de luz, calcinados por el fuego y bañados por la nieve. Su cuerpo sufría los estragos del frío y la piel estaba rota por el calor. Portaban con ellos una estela formada por el odio y la desesperación de ser seres vacíos, que viven con heridas que nadie cerrará. 

En ese momento; donde nuestras manos se tocaron, y sus ruidos fueron más intensos, donde sus luces envolvieron todo el pueblo y sus caras descubrían entes con apariencia de hombres, descubrí que me habían venido a buscar, que no era fortuita su visita. Que eran los hombres del monte, los habitantes del horizonte que tanto añoraba. Que eran ellos lo que me iban a iluminar.

Me llevaron en brazos levitando por la ventana a mi cama, donde, cuando llegó la mañana el atroz de recuerdo de verlos me hacía pensar en la verdad de lo ocurrido.
Obcecado en el pensamiento de que todo fue un sueño bajé a la cocina, cogí mis dibujos y tomé un vaso de agua con una pastilla para ayudarme a continuar con la rutina. Justo antes de salir me miré en el espejo; hacía mucho tiempo que no me miraba, ya no me reconocía. Y cuando vi que en mis muñecas había marcas de agarrones, arañados y restos de las llagas que su fuego y nieve me provocó.

En el momento que me di cuenta del daño que había sufrido mi cuerpo mi alma se empotró contra la pared de mi espalda. Ese dolor si fue real. Ahora estaba viviendo en la realidad. Ahora estaba viviendo con el miedo. Pero seguí haciendo lo que hasta hora saciaba mis ganas de ver más allá.

Tirado en un tejado, con los prismáticos en un lado, con mala cara, con los dibujos tirados, con el cielo ya teñía de azul sus colores naranjas, admiraba la forma en la que todo se mantenía en orden. La naturaleza puede, mientras nosotros, - seres superiores - racionales, no podemos sostener más de dos problemas en el aire para analizar sus salidas. 

Llegó la noche y mi subconsciente, inquieto por la llegada de los tres seres, no dejó que me durmiera de todo. Pasé las primeras horas de la noche con el ojo entreabierto recostado en el tejado.
Ellos ya vinieron, yo seguía ahí tirado. Noté como sus luces y sonidos me tocaban. Congelaron mi respiración e hirvieron mi sangre; supe que querían algo más. Alguien que es capaz de alterar tu cuerpo es digno de respetar, así que tuve que exprimir al límite mis capacidades. Traté de entender su extraño lenguaje, dibujado en el viento con formas e impreso en árboles con llagas de resina.

Sus triángulos y aquellos símbolos parecidos a estrellas indicaban que querían algo de mí. Sus danzas y las estelas que producían me guiaron hacia todos los sitios donde yo contemplaba la cima. Con una agitación preocupante subía a las torres, las copas de los árboles y a los tejados para enseñarles todos los puntos de vista y los trucos. 
Cuando les presté mis prismáticos con los que veía la cima, los rompieron. Sus manos no estaban hechas para esos inventos. Calcinaron mis dibujos, y mis alaridos agonizantes de clemencia para que pararan su juego, les alteraron hasta el punto de llegar a congelar los animales y romperlos en mil pedazos de hielo. 
Enfadados me miraron, me chillaron y sus dibujos en el aire eran más punzantes, eran diálogos más afilados, me golpearon y unas sonrisas burlonas brotaron de sus caras; parecían puramente humanos - puramente niños - a los que no les gustaba lo que veían. 

Me levanté del suelo, con las mejillas llenas de llagas; marcadas con rojo y un blanco tan brillante que iluminaba mi camino. Corriendo los perseguí; sabía que estaban subiendo por el monte, sus luces me lo indicaban.


Cuando llegué al centro del bosque una luz terrorífica me marcaba su punto de encuentro. Me esperaban haciendo ruido; más que de costumbre, mirándome y hablando - era bellísimo admirar desde lejos ver aquel excitante dialogo moverse por el humo -. 
Me acerqué y me miraron los tres, no dudé y fui donde ellos. Cuando estuve muy cerca ya de ellos empezaron a subir los colores, los árboles se tornaron rojos; ya ni siquiera había blanco en sus cuerpos. Ahora eran seres de fuero, con el cuerpo ardiendo y las caras acusando la asfixia de la combustión. 
Se elevaron y me gritaron, seguí firme hacia ellos y manteniéndoles la mirada. Ellos irritados ya, empezaron a rodearme con fuerza e ímpetu. Remolinos de hojarasca y hierba se crearon alrededor mío. Me quemaba la piel y no podía más que exhalar dolor en forma de aire abrasador. 

En el momento que me lanzaron mis dibujos transformados en muñecos de hielo vi que mis formas eran malas. Ellos me entregaron lo que me pertenecía, lo que me robaron. No le entendía. Solo interpretaba lo que me decía, solo daba forma con mi idioma a sus palabras y eso no vale para entender a alguien.

Ellos me dejaron tirado. Yo me quedé observando cómo se derretían mis dibujos que mágicamente habían sido transformados en figuras de hielo. Se marcharon. Sólo quedó ruido, fuego, agua de los dibujos, luces y hojas volando por encima de mi cabeza en el centro de aquel claro en el bosque. Recordé las palabras de mi madre 'cuando te olvides de quién eres y tengas miedo, susurra a los fantasmas de las oscuridad lo que te hace seguir vivo. Repítelo, así verán que eres decidido, constante y que es difícil pararte y te dejarán continuar vivo por la noche, guiarán tus pasos por los caminos y iluminarán con sus luces grites tu futuro mientras estés perdido en ti'.


Estaba tan acostumbrado a perder mi cama por dormir al raso, que una estampa llena de frió y fuego se me antojó la más cómoda para dormir los últimos momentos de la noche. Así que repitiendo 'me gustan las luces bonitas, los sonidos raros y las palabras bellas' me quedé dormido sobre un montón de hojas que habían empezado a caer del cielo del bosque que poco a poco recobraba su color normal.

Parte I: Introducción.
Parte III: La cima. 

Zar Alberto

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