domingo, 8 de marzo de 2015

Hogar sin paredes. (I)

Naranja era el reflejo de mi cara en aquella tarde donde una vez más, sentado en aquellos columpios, me preguntaba qué narices era lo que había detrás de aquella montaña.


Desde que era pequeño y alzaba la vista para ver qué me rodeaba en el valle, mi alma sentía cierta angustia por saber más allá de aquella montaña. Aquel fino trazo que separaba la seguridad del peligro. Una cima que había sido quemada multitud de veces y que cada vez que la veía arder, mis ojos se iluminaban mostrando el más absoluto desconcierto y pavor al ver que se extinguía aquello que no podía ver. 

Recuerdo que pasaba las horas de la noche corriendo por el pueblo - hoy vacío y pobre - buscando un sitio para ver arder la cima y poder observar lo que la montaña esconde. Pero el hollín, el vivo fuego y mis cansados ojos no me dejaban ver con claridad. Tampoco servía esperar a despertar en grandes prados empapados de roció para que los primeros rayos de sol iluminaran la cima ya calcinada para descubrir algo. Desposeído y loco caminaba buscando puntos altos para ver algo. Se consumía lo que aún no conocía. Llamas seguían devorando la montaña. Ni siquiera las copas de los arboles me eran útiles para ver algo. Ni siquiera las azoteas de casas saqueadas después de ser abandonadas, ni la vieja torre de la iglesia. Nada, era imposible ver algo.

A cada intento fallido su forma cambiaba. Más arboles, nuevo suelo; naranja ahora,... La montaña cambiaba mientras yo seguía corriendo ciego por la noche, mientras las bombillas de las farolas emitían una luz tan tenue y pausada que solo me fiaba de los reflejos de los ojos de los lobos y luces de luciérnagas. 
Tirado sobre un enorme tejado rojo de una casa recientemente abandonada; pero desvalijada ya, conseguí ver una madriguera de conejo. Usé unos prismáticos que me había encontrado en el bosque. Estaban sucios y medio rotos. Tenía tantas ganas de tener algo con lo que ver más allá, que rápidamente los cogí y salí de aquel coto y fui a lavar las lentes y arreglar alguna pieza.

Pude ver más de lo que imaginé, pero no sacié mis ganas de conocer. Me subí a los sitios donde antes intentaba mirar algo; arboles, torres, azoteas, y desde allí empezaba a dibujar todo lo que veía e imaginaba. Eran momentos realmente mágicos, pero realmente clandestinos. Vi unas caravanas aparcar cerca del río y a una multitud de hombres bajar con cizallas y palancas. Otra casa había quedado vacía, pero yo no lo sabía. Así que cogí mi libreta, salté al castaño de aquella casa, luego al nogal y después pisé la tierra de la entrada. Bañado por el oro del atardecer de un sol que volvió a salir entré en casa, dejé mi chaqueta en la silla y tomé un vaso de agua mientras observé los prismáticos y el bolígrafo apoyado en la mesa que decoraba la solitaria cocina. 

En mi libreta tenía dibujados ratones, topos, conejos y crías de zorro. Se movían y crecían entre arbustos, rocas y los pocos arboles que habían crecido en el anaranjado suelo. Pertenecían a ese lugar, allí se habían criado, lo conocían, era su enorme cima. Su enorme y aterradora cima.

Mientras en una mañana bajaba las escaleras mis pies descalzos me indican que había más frío del común. Recogí la libreta y los prismáticos, rellené el vaso de agua y cuando abrí luego la ventana de mi cuarto vi una tormenta. La caía la nieve y todas aquellas criaturas estaban escondidas en sus madrigueras y cuevas, un halcón sobrevolaba toda la cima. Magnifica criatura. Ojalá pudiera atraerla hacia mi balcón, donde mis flores se cubrían completamente de nieve, para que me contara lo que veía. 

Pero era imposible. Lo único que podía hacer era ver cómo se cubría de nieve aquella inmensa cima. El panorama era bello, pero el no saber qué más ocurría allí arriba me ponía cada vez más nervioso... hasta el punto de enfermar. Mientras en mi cabeza se cernían los pensamientos más extraños sufría el frío y los dolores de la realidad. Aplastado en mi cama, en la mesita se agitaban las hojas de mi cuaderno, mis prismáticos proyectaron contra la pared todas las imágenes que vi. La habitación se tornó verde y el reflejo blanco de la calle la convirtió en un turquesa que me mareaba más y más. Veía halcones, conejos, zorros, arboles, arbustos, troncos calcinados, ratones, ardillas y una puesta de sol que no podría revelar ningún secreto. La nieve golpeaba tan fuerte que mis parpados se bajan cada vez que un copo caía. Mi cabeza no estaba ordenada. Ruidos, luz, imágenes y palabras intensas en la cama. Perdí la consciencia y caí rendido.

Parte II: Los entes.
Parte III: La cima.

Zar Alberto

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