martes, 31 de marzo de 2015

Radiactiva Tristeza.

Desde la Bulgaria más fría y dura nuestro compañero Gavrail veía como uno de los vecinos de su bloque de edificios quitaba la nieve para permitir que toda su familia trajera a casa la compra y a su enferma abuela que volvía de buscar asilo en Razgrad -la capital-.
Sus padres no estaban, marcharon con su hermano para reunirse con su tutor; al parecer era un chico con unas capacidades muy notables, se estaban planteando cambiarle de centro -a uno de esos de educación especial para jóvenes que sirvan en las expediciones interestelares soviéticas-. Realmente Aleksandar estaba interesado y entusiasmado.
Mientras él estaba en su jrushchovka castigando el frió con los textos que su amigo de Rumanía le dejó cuando se mudó con toda su familia a aquella ciudad del norte de uno de los parajes más desolados que ha tenido el placer de conocer. Pasó las primeras horas del día con Kafka, Nietzsche y Kant. Cada página que leía le hacía recordar todas aquellas historias que le contaba Petre a las orillas del Danubio. En aquellos días azotaban las tardes de sol y de amigos las malas rachas de hambre y dolor, más ahora en un edificio en el cual no había vía de escape más que lectura y onirismo no había nada con lo que azotar el hastío del frío y la soledad.
Los padres de Gavrail volvieron a casa, pero no por mucho tiempo. Estuvieron hablando con él sobre su hermano, preguntándole cómo le había ido la mañana, qué tal esos libros y si había desayunado bien. Eran buenos padres pero, a los 16 años se necesita algo más. Cogieron algo de comida, unas piezas de fruta y unas galletas para cada uno, y se marcharon. Acompañaron al joven prometedor Aleksandar a una entrevista con un general de una base espacial para enseñar las instalaciones y más o menos convencer al pequeño. Mientras él se quedó en casa, sólo. Hasta que vio a uno de los vecinos de encima suyo en un banco dando una vuelta -como su rutina le tenía acostumbrado-. Un poco de abrigo, una barrita de cereales, las llaves de casa y bajó a su encuentro. Era un momento en el que se sentía feliz. De vez en cuando se reunía con Blazhe, que era un hombre ya mayor que le explicaba las dudas que le surgían de cualquiera de los libros de que su amigo Petre le dejó. Gavrail aprendió mucho de él aunque la postura de Blazhe era reticente, no estaba acostumbrado a tratar con niños -y aunque Gavrail no lo fuera ya- no se sentía a gusto. Cabe reseñar que él, a pesar de ser un adolescente, ya era un chico muy maduro y serio -el talento tanto de su hermano como el suyo venían de unos padres muy brillantes, unos preclaros biólogos y arquitectos al servicio de sus antiguos jefes soviéticos rumanos-. El interés de Gavrail comenzaba a florecer a medida que su soledad machacaba su entorno, sentía que tenía que tener actividad mental para nunca dejar que cayera en una depresión; además la climatología ayudaba a que las depresiones fueran más intensas y prolongadas. Una mañana de 1981 toda la familia Balakov decidió reunirse, hablar y dejar las cosas claras. Era una familia que estaba acostumbra a una vida itinerante, movida dónde había comida y bienestar -lo que les proporcionó un carácter que florecía en ambientes hostiles, en los que se sentían acorralados, en definitiva, para defenderse-. Al parecer el pequeño de la familia, Aleksandar Balakov, no sólo había pasado las pruebas y la entrevista con éxito, sino que se había hecho un hueco -con 9 años de edad- entre los jóvenes más prometedores de toda la Unión. Los padres vieron conveniente hablar de éste serio tema entre todos. Aleksandar precisaba de una educación especial en un centro de Sofía y necesitaba el apoyo de sus padres -estaría sometido a una estricta educación y a una presión que le podría hacer entrar en una vorágine de tristeza-. Hasta ahí bien, era comprensible. Pero el estado sólo había dado beca residencia, estudio y trabajo para el joven y uno de sus padres; por lo tanto Gavrail y su padre deberían quedarse en Isperih haciendo una vida apartada de lo que los otros dos miembros de la familia harían. Claro que viéndose continuamente y ahuyentado la soledad con visitas y cartas.
Partieron, Milena y Aleksandar se fueron. Les acompañaron hasta el autobús que partía a la capital y con lágrimas en los ojos y con la sensación de que nada sería lo mismo se despidieron. Agitando la mano y gritando sus nombres hasta que el vehículo se perdió en el horizonte, el frío búlgaro le adhirió al suelo y la tristeza le impidió levantar la cabeza de aquel mar de alquitrán.
Los días con su padre se sucedieron con la tranquilidad y la parsimonia. Iba al colegio, leía, escuchaba un poco la radio y así sucesivamente. Su padre hacía todo lo posible por estar en casa cuando yo volvía para y ayudarle con la tarea, problemas que le hubieran surgido y, no sé, cualquier cosa. Aunque su padre no aguantó mucho ese ritmo de vida. Tenía que volver a casa desde su trabajo 3 veces por día para estar con él y trabajar 10 horas en su laboratorio de investigación sobre la adecentamiento de habitáculos para evitar el riesgo biológico de pruebas con armas químicas. En definitiva, dos trabajos demasiado duros para una persona -de hecho tan ocupado estaba en sendos trabajos que descuidaba su imagen e higiene personal-. Gavrail no tenia problema en los estudios, era un chico muy aplicado y no le suponía esfuerzo sacar notas altas. Todos los días desde que se fue parte de su familia -y vida- se fijaba en todo lo que le rodeaba y lo analizaba. Veía como esos jrushchovka daban cobijo a miles de familias a la vez que mermaban la capacidad de originalidad e imaginación a medida que los malos tiempos cubrían el espíritu de los obreros y otras familias inquilinas. Llegó al suyo, 567/Д. El vecino del primero cerró la puerta con un gran esfuerzo, volvía de realizar su oficio. Era un viejo ya jubilado e inservible para cualquier trabajo, sus graves problemas psicológicos aumentaban a medida que su tesoro se hacía más grande. Kilos y kilos de basura eran los que el viejo Nihlo guardaba en su vieja casa, las ratas a guardaban su espera tramando acabar con su vida en cuanto no tuvieran nada para comer. El viejo demente traía a casa toda la chatarra que veía por la calle dejándolo en cada rincón de la casa. Salón, cocina, baño, dormitorio... todo inundado de aparatos inservibles y apestosos que son su oxido nublaban el poco Sol que las tierras búlgaras proporcionaban a sus castigados habitantes. Él no necesitaba más que dos metros cuadrados para leer y revisar viejos álbumes de sellos y propaganda del ejército al que un día sirvió y tanto daño le ocasionó; no era el único. Tras abandonar ese piso con un escalofrío producido por el pensamiento de que las ratas podrían acechar por cada recoveco de aquella escalera llegó a su puerta. Allí su padre le esperaba reunido con Blazhe, era algo tan extraño como inesperado. Parecía ser que Blazhe le había hablado de todo el potencial de su hijo y todo lo que le podría enseñar si se hospedara en su casa mientras su padre acabada todo el trabajo libre de presiones -ya que era un trabajo muy serio en el que se necesitaba precisión y concentración-. La idea de vivir una temporada con Blazhe produjo una dualidad de pensamientos a Gavrail que iba desde la incomodidad de no saber cómo sería su futuro hasta la apuesta por vivir nuevas experiencias con alguien con quien conectaba tan bien y quería descubrir.


Llevaba ya cinco días con Blazhe y ya le parecía todo muy normal, como si fuera un aprendiz que en unos días ya podría ponerse al frente del negocio familiar. Pocas veces hablaban entre ellos -ya que tenían horarios muy poco flexibles- pero un día le quiso comentar a Gavrail en lo que consistía su trabajo. Él muy intrigado atendía cada palabra ya que lo que sus inquietos odios escuchaban era cosas que podrían estar al alcance de un guión de Serguéi Eisenstein. Todas sus investigaciones, tretas, historias y aventuras eran un mosaico de imágenes que en la mente del joven se quedaron creándole una sensación de trance. Blazhe era un hombre con una inteligencia superior, manejaba todo a su antojo, su labia, su don de gentes y su magnetismo era una carta de presentación en todas sus entrevistas de trabajo. Físico-químico, ingeniero espacial y un apasionado por la historia y la economía; lo que hizo que se ganara un espacio en el centro de reuniones del partido comunista búlgaro. Al acabar la charla él, fascinado, fue sorprendido por un montón de libros que le aplastaron las manos, aunque ese no era su verdadero cometido. Blazhe se los tendió como una lectura recomendada -no obligatoria-, algunos textos de Marx, Engels, Hegel, Rosa Luxemburgo y más notables autores del socialismo. 

Tras entender un poco de que iba el tema de política en la actualidad, fue invitado por Blazhe a dar un viaje hasta el monte Buzludzha. 
Durante ese largo trayecto en coche hablaron sobre lo que Gavrail había aprendido en los escasos ocho días que llevaban juntos: valores éticos, la importancia de apreciar el arte, la música, la literatura, teorías políticas y lo preferido de Blahze, el socialismo. Él era un hombre que retenía tanta información que sus discursos estaban plagados de muchos datos que te hacían ver las cosas más precisas y claras. Mientras miraba por la ventana esos desolados parajes llanos de los Balcanes, Blazhe le mostraba la realidad de su patria, algo aún desconocido para Gravrail. Eso de la República Popular de Bulgaria, la democracia popular, la URSS y el socialismo le sonaban de los libros que Blazhe le dejó pero no podía evitar la idea de que mientras el escrutaba el horizonte ámbar el piloto de esa tartana mecánica le estaba comiendo la cabeza.

Llegaron, la sensación de Blazhe era de admiración -aun no siendo la primera vez que vio aquella obra arquitectónica-, por su lado Gravrail se quedó asombrado. El edificio estaba flamante, era 1982 y el edificio había sido inaugurado hace poco más de un año. Entraron. Blazhe mostró su acreditación de socio miembro del partido y corroboró que venía con un chico que tutoraba. El joven se quedó impresionado con aquellas dimensiones, aquella marea de gente, aquellos mosaicos de líderes socialistas y aquella maravilla que no concebía cómo una mente podría realizarla; eso le entusiasmaba y hacía aumentar su atracción por la arquitectura. Mientras Blazhe se acomodó en su sillón, Gravrail recorrió los pasillos leyendo los libros que portaba en la mano todo el tiempo. Recostado en un sillón dejó de lado las teorías políticas y leyó a Kafka -que le hizo recordar a su amigo de Rumania y aquellas tardes en la ribera del Danubio- mientras la voz de Leonid Brézhnev retumbaba por toda la enorme estructura de aquel gigante de Hormigón armado. La Metamorfosis hizo que aquella mañana se le pasara rápido. Líderes y líderes pasaban por la tribuna para debatir y sermonear hasta que acabó esa jornada. Gravrail entusiasmado por ver salir a tanta gente relevante. Él no lo sabía, pero cuando Blazhe se le acercó para justificar la espera y tranquilizarle, estrechó la mano al mismísimo presidente de la Unión Soviética. Blazhe, el propio y un consejo de administradores se reunieron en una sala. Parecía que había noticias para Blazhe. Buenas o malas, noticias.
Llegaron a casa ya de madrugada Blazhe estaba ausente, no estaba cómodo. Por la mañana, desayunando y alumbrados por el astro rey le comentó a Gavrail cuál era su cometido. Tenía que partir a EEUU para espiar a los líderes del bloque occidental que tanto daño hacían en la Guerra Fría. La idea no entusiasmaba a ninguno. Sabían de sobra lo que les sucedería a cada uno si no lo hacían; sí, a cada uno, Gavrail era un testigo más. 
Doce días pasaron desde la reunión y Blazhe perdía pelo por doquier, y no sólo eso; cada día se levantaba destrozado, frío, con nauseas, y sin ganas de hablar. Sólo hacía que, con una mirada perdida sobre el café, pensar y reflexionar sobre esa tarea. Día tras día. Ambos se estaban consumiendo. Recibió una carta con acreditación soviética que, de una manera elegante, amenazaba de muerte a la intentona de escabullirse de esa tarea. Todo por la patria, pero él no estaba dispuesto. Sabía que ir a espiar no era una cosa mala del todo, sabía cómo hacerlo y no le importaba. Mas tenía entendido que al volver, al estar en contacto con el monstruo capitalista perdería todo lo que tenía en su jrushchovka de Isperih. La sensación de traicionar su vida o traicionar a su patria le hacía perder la cabeza. Saber que tenía que decidir entre morir, morir o huir le paralizaba -a ambos, ambos estaba en esta-. Cuarenta y ocho horas más tarde recibió un aviso de la policía secreta rusa que alegaba que si en algún momento de negación decidía huir de la Unión Soviética seria perseguido y duramente castigado. Gravrail no vio esa carta y no pudo apoyar a Blazhe, mas sería en vano. Cuando Gravrail apuraba los últimos coletazos del curso -el cual se iba excepcionalmente bien-, Blazhe tomó una decisión que cambiaría su vida. Una solución sin retorno. 

Cuatro sensores y una batería en el centro de la sala. Blazhe había estudiado lo suficiente como para saber programar una bomba de radiación que acabara con su vida, ya que no veía más salida. O era un traidor o seria un traidor. A ritmo de Prokófiev y su Danza de los caballeros encendió la cuenta atrás para ver desaparecer su vida ojeando unas viejas fotos de él con su mujer fallecida de hace unos años. Cuando Gravrail llegó del colegio era dramáticamente tarde. Pateó ratas a la subida temiéndose lo peor. Entró en la casa con los nudillos ensangrentados viendo que una atmósfera ocre de radiación envolvía su cuerpo. Siendo pasto de las ratas y de productos químicos; que roían su cuerpo haciendo que de su piel brotaran y brotaran postulas de sangre, pus y carne podría. Gavrail contemplaba aterrado cuán dantesca escena degustando, involuntariamente, como el oboe se clavaba en su cabeza. Corriendo hacia Blazhe con los ojos llorosos lo incorporó y abrazó su carne muerta. Abrazó a aquel quien se había ocupado de él todo ese tiempo, abrazó a la persona en quien su familia confió y que había desaparecido de éste cruel mundo de una forma demasiado cruel. En el abrazo se fundieron los cuerpos y ambos yacían en aquel piso mientras acababa la pieza de Prokófiev. Del ojo de Gavrail brotó una lagrima que iba corroyendo cada tramo de su faz, en aquella lagrima se pudo observar radiactiva tristeza.

Zar Alberto (Mayo, 2014)

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