domingo, 22 de marzo de 2015

Hogar sin paredes. (III)

Todas las hojas que antes bailaban en el techo del bosque cayeron. Yo estaba completamente cubierto de hojas, aún seguía dormido. Su cálido tacto me acariciaba la piel; hacía mucho tiempo que no sentía el contacto humano.
La mañana pasaba; calculaba que fueran las once, pero yo seguía ahí tirado. Mis parpados eran pesados y mis ojos se cerraban como si todavía no fuese hora de levantarme.

Volví a quedarme dormido finalmente; la noche anterior había sido realmente frenética y necesitaba descanso. 
Un ruido recorría todas las montañas. Penetró en mis sueños y me hizo despertar de súbito. Sentí miedo y mi piel se erizó cuando descubrí que esa voz continuaba sonando en la realidad; por todo el valle.

Las nubes taparon el sol y todo el paisaje se volvió grisáceo y sucio. Y yo empecé a patear senderos en busca de una meta que, entre tanta locura y agitación, casi había olvidado; alcanzar el horizonte.

Todos los arboles parecían gigantes y los ruidos de los animales, fantasmas que arrastraban largas cadenas. Los caminos de tierra se volvían más angostos y peligrosos; parecía que era de los pocos que habían pasado por aquí. Los senderos, los arboles, el cielo gris y el frenesí de los animales me indicaban que estaba cerca. 
Pero cómo podría alcanzarlo ahora que estaba tan cerca. Apenas veía un palmo por arriba de mí. El horizonte estaba ahí; tan próximo como inaccesible. 

Entre tanta posibilidad, entre tanta elección, entre tantos arboles, entre tantas pocas soluciones y un cielo que lejos de gris se tornaba ya negro, volví a caer rendido. Otra vez más la presión me pudo y perdí la consciencia.

Volvió ese mismo ruido. Más intensamente. Esa misma voz. No iba a perder la oportunidad de saber cuál era el foco de mi malestar. Así que tan rápido como volví a escuchar su voz corrí hacía ella. Ahora cegado por la rabia, me importaron poco los arboles, los senderos, la oscuridad de la noche y el no conocer dónde estaba.

Sus alaridos eran furiosos, lo sentía cerca. Paré a tomar aire - había estado subiendo la montaña -, además de escuchar esa misma voz, pude distinguir ladridos de perro. Sabía que no podrían andar muy lejos.
Volví a correr desaforadamente y mi sorpresa llegó cuando de las sombras del bosque salieron cuatro perros y un pastor que los alentaba detrás de unos eucaliptos. 

Creí que iba a morir a manos de esas fieras. La situación era realmente kafkiana. Yo; que no había tenido un día fácil y tranquilo, acababa el día tirado en el suelo con cuatro perros empujándome, arrastrándome por el suelo, hiriéndome y mordisqueándome, y no muy lejos de una escena, un pastor aparentemente anciano que los hablaba en un idioma extraño. Estaba riéndose y llamándoles para ver qué sacaban de mí. En cuanto el emitió un ruido idéntico a los que oí anteriormente lloré de la emoción. Ya no me importaba estar ahí tirado. Era lo que estaba buscando; quizá lo imaginaba de otra forma, pero era lo que pretendía. Los perros me rodeaban, el amo reía y con un ánimo inusitado los llamó para abrazarlos. 
Ya me habían dejado en paz. Mis ropas estaban rotas y rasgadas. Tenía el cuerpo lleno de babas, mordiscos y arañazos. El hombro me sangraba y yo tenía frío. Rápidamente se hizo de noche ya y lo único que podía ver ahora eran las sombras de los perros del pastor iluminados por el candil que el mismo llevaba. Era algo que, lejos de aterrarme, me encantaba. Sabía que eso; que se me escapaba de las manos, tenía que significar algo.


Por la mañana me levanté con un techo encima de mi cabeza; cosa que hace tres días que no veía. Me incorporé y vi a una mujer haciendo la comida. Tenía apariencia humana. Aunque me pareciera algo usual, no debía dar por hecho nada de lo que veía.
Me hizo una seña y yo deduje que tenía que ir a hablar con su marido; el pastor que me recogió ayer.
Corrí por aquel prado emocionado. Ese paisaje me sonaba, ese suelo anaranjado, esos arbustos, los animales y sus cuevas, los pájaros,... todo apuntaba a que había llegado. 
El pastor estaba sobre una piedra mirando el centro del valle, mientras vigilaba a sus perros. Esas bestias se peleaban hasta que el gritaba; ese era el ruido que consiguió alterarme. Sus voces consiguieron que aquellos perros parasen, lo localizaran y fuesen donde él. Ellos sabían que no les llamaba en vano.
Yo me quedé ausente asimilando lo que veía. Un señor que había domado completamente a las mismas bestias que podrían haberme matado, una mujer que hacía sus labores en aquella tejavana y todo el valle admirado desde arriba.
Nuestro lenguaje era diferente, pero con el tiempo nos entendimos. Les comenté que yo buscaba este lugar por curiosidad. Pero ellos parecieron saberlo. La mujer me dijo: "Fue bonito ver todo el pueblo iluminado cuando aquellos seres fueron a buscarte, hacía mucho tiempo que no había otra cosa más que la bóveda celeste para amenizar la noche".

Aquel hombre sabía que buscaba la cima, por eso vino a por mí. Me gané su confianza, me enseñó lo que sabía y supe dominar a aquellas fieras. Comencé a aprovechar toda la magia de la cima. 
Todas las mañanas ayudaba a la mujer con la huerta y por la tarde caminaba mientras hablaba con el pastor. 

Tenía tiempo para dedicarse a otras cosas, me comentó que sus ovejas estaban asustadas desde hace tiempo porque a ellos también  les habían visitado los seres de fuego y luz. Eran algo que nunca habían visto, ni las ovejas ni nadie, de ahí que se asustaran.

Reunidos por la noche, dijeron que aquellos seres eran los chicos que vivían en el pueblo del otro lado de la montaña. Habían subido a pedir socorro después del incendio que arrasó todas sus casas, cuando la tormenta de nieve les empapó mantuvo el fuego vivo dentro de su pecho, las heridas abiertas y la esencia humana alterada.

Los elementos transformaron sus cuerpos, ya no eran personas. Ellos también me contaron que las nevadas y los contrastes de luz que sucedían en esa montaña los habían cambiado. Eran dos personas nuevas, casi alejados del término humano. Vivían alejados de todo sentimiento. Y yo aprendí a vivir así. Era lo que había ansiado y lo que anduve buscando todo el tiempo desde la montaña.

Los días se sucedían. Observé todo lo que comentaban, las puestas de sol, las luces del cielo sobre el suelo, las sombras de los arboles, las lluvias, sus actividades, sus perros... y realmente cambié.

Había creado una dependencia tal que no pude soportar regresar a casa. La noche anterior la pasé durmiendo en aquella tranquila cima, despreocupado y admirando al cielo mientras no pudiera conciliar el sueño.

Por la mañana me levanté en mi cama. En la cama que me pertenecía. La cama de mi hogar. Desde el que admiraba la cima. Rompí a llorar. No podía imaginar que hubiera vuelto. Me había alejado de ese lugar.

Sentado sobre los columpios como un muñeco roto comprendí que no era yo quien había bajado, me habían traído ellos. Mi desesperación fue tal que maldije su vida; no sabía quienes eran realmente, solo sabía que quería ser parte de ellos. No podía hablar, corrí por todo el pueblo buscando las zonas donde siempre contemplaba el paisaje y los intentaba llamar, pero no podía. 

Asimilé el dolor cuando vi mi rostro en el espejo. Lleno de arrugas, ya no parecía humano. Toqué mi cara y de mis ojos brotó una lágrima a la vez que un alarido. No era lenguaje humano. Era parte de ellos, pero ahora era su hijo huérfano. 

Habían conseguido que abandonara mi condición de humano. Esa cima había causado un efecto irreparable sobre mí. Era parte suya. Me pasé tres meses buscando una subida posible a la cima, pero comprendí que solo ellos podrían subir y bajar a quienes quisiera. Como unos tiranos de su condición. 

Aún sigo tirado por los tejados. La cima me trae recuerdos muy bellos de lo que fui. Sus ropas viejas, los colores que teñían el cielo, aquellos perros, su casa y su lenguaje. Intento volver a ser quien era antes; seco mis heridas, hidrato mi piel e vuelvo a hablar mi lenguaje. 

Veo a mi madre acercarse en coche, hace mucho tiempo que no la veo y creo que es hora de ir de árbol en árbol hasta mi casa; además ya está anocheciendo. 

Aún sigo escuchando las voces del pastor correr por el valle, los ladridos de los perros aterrorizando a los animales e incluso veo luces corriendo por el pueblo. Eso es lo que fui. Luces y voces.

Parte I: Introducción.
Parte II: Los entes.

Zar Alberto

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